Linda Loaiza

Tanto la Organización Mundial de la Salud como los estudios sociométricos más rigurosos desarrollados en ámbitos nacionales e internacionales, señalan que la violencia contra la mujer constituye un grave fenómeno social que socava los derechos humanos de una proporción alarmante de ciudadanas del mundo. Se ejerce en parejas heterosexuales por agresores prevalidos perversamente de su condición de esposos, amantes ocasionales o unidos por cualquier otro vínculo interpersonal con las mujeres contra quienes ejercen violencia sostenida.

Aquella es la causa de entre 40% y 70% de las muertes de mujeres por homicidio, según la misma OMS; se ejerce por hombres independientemente de su grado de instrucción contra mujeres con estudios o sin ellos; por agresores con ingresos económicos o en condición de cesantes laborales; por victimarios que abusan del alcohol o las drogas y por hombres que no consumen tóxicos.

En Venezuela, un país declarado constitucionalmente como un Estado democrático y social de derecho y de justicia, según propugna en su artículo 19 constitucional, se impone la concienciación sobre esta grave situación de violencia que tiene lugar en una importante porción doliente de la población.

Es preciso darle la debida importancia y reconocimiento a las distintas iniciativas de las ONG y grupos organizados, cuya perseverancia tiene el propósito de salir de la violencia contra la mujer y la desigualdad de género como grave disfunción social, prevenirla y castigarla.

Conviene sensibilizar en torno a la existencia de este fenómeno en el propio corazón de las sociedades, tanto en las económicamente avanzadas como en las menos favorecidas, tanto las democráticas como las que buscan la democracia.

El caso lamentable de la ciudadana Linda Loaiza puso en evidencia las costuras de un sistema de justicia deficiente, carente de probidad e imparcialidad, para cuya actuación fue necesaria la huelga de hambre a la que se sometió, motu proprio, esta víctima venezolana.

La supuesta condición de prostituta de la víctima no excluía, ni excluye en modo alguno, la responsabilidad penal y mucho menos justifica la actuación del presunto victimario de Linda Loaiza –luego condenado- ni puede servir de ningún modo de patente ni licencia para arremeter contra ninguna mujer.

El propósito de sustentar una defensa en ese argumento me recuerda la melodía cantada a dúo por Milanés-Sabina, cuando al referirse a La Magdalena, habla de «la más señora de todas las putas, la más puta de todas las señoras».

Como se sabe, en su momento no se puso de bulto la solidez ética de los operadores de justicia en este caso, que ha debido estar, al igual que ocurre con la responsabilidad que tiene el Estado en el esquema democrático, libre de cualquier presión, ambigüedad o sospecha de interpretación amañada, porque es la base de su posicionamiento frente a una conducta, la violencia, que socava la ética, los derechos humanos y la moral de una sociedad civil democrática.

A pesar de los daños corporales, psicológicos y emocionales que sufren las mujeres a consecuencia de estas acciones criminales, la mayoría de las víctimas prefieren callar, debido al sentimiento de culpa que las asalta, la baja estima personal, la dependencia económica del agresor y el miedo al abandono de la pareja; sin embargo, el abominable delito que motiva estas líneas se inscribe dentro de la actividad criminal de seres despreciables, que no conformes con la comisión del delito de violación, ultraje, y sus concomitantes, infligen lesiones gravísimas a la víctima. Se trata de un problema público, cultural y social que limita el desarrollo y el progreso tanto personal como colectivo.

La hoy abogada Linda Loaiza López recurrió ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a exponer su caso, y mediante el cúmulo probatorio correspondiente, logró el mismo pase a la Corte con sede en Costa Rica, y conforme a derecho pudo sentar un precedente en el tema que nos ocupa.

Hoy el Estado venezolano está en mora en el cumplimiento de la sentencia dictada en el referido caso, en franca violación del derecho e ignorando que el acceso a la justicia debe traducirse en acciones efectivas que no se verifican a través de su ejercicio abstracto, sino mediante la oportuna intervención de recursos humanos (jueces, fiscales y demás operadores de justicia) que gestionan la capacidad, probidad, independencia e imparcialidad del Poder Judicial.


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