Durante los últimos dos siglos, Nicaragua y Colombia han mantenido un conflicto por el archipiélago de San Andrés, que está situado seis veces más cerca de las costas de Nicaragua que de las costas de Colombia, y cuyos habitantes no se sienten ni colombianos ni nicaragüenses. A pesar de tener paisajes de una belleza desacostumbrada, para los países en disputa, su polo de atracción es que posee un entorno rico en gas y petróleo. Sus habitantes viven del turismo y de la pesca artesanal, por lo que la preservación del medio ambiente tiene para ellos una importancia fundamental. En las últimas dos décadas, esas islas han enfrentado en tres oportunidades a Colombia y Nicaragua en la Corte Internacional de Justicia.

Previendo alguna demanda, el 5 de diciembre de 2001, Colombia había retirado su aceptación de la competencia de la Corte, procurando evitar la vía judicial; sin embargo, no hizo lo mismo con el Tratado Interamericano de Soluciones Pacíficas (también conocido como el Pacto de Bogotá), que reconoce como obligatoria la jurisdicción de la Corte en todas las controversias de orden jurídico. Éste es el instrumento internacional que, en su primera demanda, de 2003, fue invocado por Nicaragua, y éste es el tratado en el que la Corte basó su competencia para conocer de este caso.

En su sentencia del 13 de diciembre de 2007, sobre objeciones preliminares, la Corte Internacional de Justicia dio pleno efecto a un tratado suscrito entre las partes en 1928 (el Tratado Esguerra-Bárcenas), en el que Nicaragua reconoció la soberanía de Colombia sobre las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Por ende, la cuestión de la soberanía de tales islas ya estaba fuera de discusión y no era objeto de la competencia de la Corte. Respecto de otras islas, islotes, cayos y arrecifes, la Corte encontró que, por varias décadas, Colombia había ejercido sobre ellos, de manera pública, continua y persistente, actos de soberanía que no habían sido objeto de una protesta por parte de Nicaragua antes de 1969, cuando cristalizó la disputa. Por lo tanto, la Corte concluyó que Colombia también tenía soberanía sobre las islas de Alburquerque, Bajo Nuevo, Cayos del sudeste, Quitasueño, Roncador, Serrana y Serranilla.

La sentencia del 19 de noviembre de 2012 dio a Nicaragua el control de una extensa zona económica exclusiva, provocando el disgusto de Colombia y su retiro del Pacto de Bogotá, que era en el que la Corte había basado su competencia para conocer del caso. Esa circunstancia apresuró a Nicaragua a introducir dos nuevas demandas en contra de Colombia, antes de que venciera el lapso de un año previsto para que entrara en vigor el retiro de Colombia del Pacto de Bogotá. Pero Colombia no desistió de hacer valer sus derechos y sus argumentos en la Corte Internacional de Justicia.

La siguiente disputa estaba relacionada con el incumplimiento, por parte de Colombia, de la sentencia de 2012, y fue resuelta, el 21 de abril de 2022, disponiendo, entre otras cosas, que Colombia debía cesar toda interferencia en las actividades de pesca y de investigación científica en la zona económica exclusiva de Nicaragua.

La demanda más reciente -la última en esta serie- versaba sobre la plataforma continental reclamada por Nicaragua, y es sobre esto que la Corte Internacional de Justicia acaba de dictar su sentencia, fallando en favor de Colombia. Finalmente, con los argumentos adecuados y con la representación profesional apropiada, Colombia logró imponerse.

La exorbitante demanda de Nicaragua pedía el reconocimiento de una plataforma continental extendida, o ampliada, de nada menos que 350 millas náuticas medidas desde la costa de Nicaragua. La frontera de esa pretendida plataforma continental, además de internarse en una zona que es patrimonio común de la humanidad, se internaba dentro de las 200 millas de la plataforma continental que le corresponde a Colombia. Es de hacer notar que ya en su sentencia de 2012 la Corte había observado que el archipiélago de San Andrés e islas adyacentes tenían derecho a mar territorial, zona económica exclusiva y plataforma continental. Pero, en la forma propuesta por Nicaragua, su plataforma continental se hubiera superpuesto con la plataforma continental correspondiente a las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, que forman parte del territorio de Colombia.

En relación con esas desmedidas pretensiones de Nicaragua, la Corte observó que el propósito de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar era evitar la invasión indebida de los fondos marinos y oceánicos y de su subsuelo más allá de los límites de la jurisdicción nacional, en un área considerada patrimonio común de la humanidad. Según la Corte, el papel principal de la Comisión de Límites de la Plataforma Continental consiste en asegurar que la plataforma continental de un Estado no se extienda invadiendo el área y los recursos que son patrimonio común de la humanidad. Pero aquí había, además, una incursión en los espacios de otro Estado.

Cuando varios países han pedido a la Comisión de Límites de Plataforma Continental el derecho a plataformas continentales extendidas, que a veces coliden con las de otros Estados, la sentencia que comentamos ha venido a llenar un vacío en el Derecho Internacional del Mar, y ha sentado un valioso precedente, que permitirá evitar controversias futuras.

Como parte de su estrategia en este litigio ante la CIJ, en vez de debatir sobre la frontera de sus respectivas plataformas continentales, Colombia centró el debate en los principios jurídicos aplicables a esta controversia. La determinación de esos principios era una cuestión previa, y así también lo entendió la Corte.

Nicaragua sostenía que había establecido la existencia de una prolongación natural de su territorio terrestre, internándose hasta el borde exterior del margen continental, y que existía una continuidad tanto geológica como geomorfológica entre su masa continental y el lecho y subsuelo marino más allá de las 200 millas náuticas desde sus líneas de base. Respecto del área en que ésta proyectada plataforma ampliada se superponía con la plataforma continental de 200 millas de Colombia, Nicaragua proponía una línea que la dividía por igual. Sin embargo, Colombia objetaba que un Estado tuviera derecho a extender su plataforma continental dentro de la plataforma continental de otro Estado.

Reiterando su jurisprudencia anterior, la Corte sostuvo que determinar si existe algún área de superposición entre los derechos de dos Estados, cada uno basado en un título legal distinto, es el primer paso en cualquier delimitación marítima, porque “la tarea de la delimitación consiste en resolver las reclamaciones superpuestas trazando una línea de separación de las áreas marítimas en cuestión”. Según la Corte, un primer paso en cualquier delimitación es determinar si existen derechos, y si ellos se superponen.

En la determinación del Derecho Internacional aplicable, una primera dificultad radicaba en que, mientras Nicaragua es parte en la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, Colombia no lo es. Sin embargo, algunas de las disposiciones de la Convención sobre el Derecho del Mar recogen reglas de Derecho Internacional consuetudinario y, por lo tanto, son de aplicación general. A partir de estas reglas, la Corte determinó que un Estado que pretenda extender su plataforma continental más allá de las 200 millas no puede hacerlo a costa de espacios que se sitúen dentro de las 200 millas que correspondan a la plataforma continental de otro Estado. La Corte recuerda que el contenido del Derecho Internacional consuetudinario debe buscarse principalmente en la práctica y en la opinio juris de los Estados; en ese sentido, como prueba de la costumbre jurídica, los tratados multilaterales pueden desempeñar -respecto de Estados que no son partes en ellos- un importante papel en el registro y en el contenido de reglas que derivan de una costumbre jurídica. Así, el tratado puede ser prueba de una costumbre jurídica.

En esa estrecha relación entre la costumbre y los tratados, la Corte recuerda que la Convención sobre el Derecho del Mar se redactó en una conferencia de Naciones Unidas que tardó nueve años en llegar a un texto definitivo, y cuyo objetivo era lograr la codificación y el desarrollo progresivo del Derecho del Mar. Por eso, en su redacción se tuvo muy en cuenta la práctica de los Estados, reflejada en leyes, decretos y declaraciones. Es así como han cristalizado normas de Derecho Internacional consuetudinario, cuyo valor es independiente de la vigencia de tratados sobre la misma materia.

Al contrario de lo que pretendía Nicaragua, la Corte expresó que los regímenes jurídicos que rigen la zona económica exclusiva y la plataforma continental del Estado costero dentro de las 200 millas náuticas desde sus líneas de base están interrelacionados. Aunque las instituciones de la plataforma continental y la zona económica exclusiva son diferentes y distintas, los derechos que conlleva la zona económica exclusiva sobre el lecho marino de esa zona se definen por referencia al régimen establecido para la plataforma continental. Si bien puede existir una plataforma continental donde no exista una zona económica exclusiva, no puede existir una zona económica exclusiva sin una plataforma continental correspondiente.

Luego de un detenido análisis de los argumentos de las partes, de la práctica de los Estados y de la jurisprudencia internacional, la Corte concluyó que, independientemente de cualquier consideración científica o técnica, conforme al derecho internacional consuetudinario, el derecho de un Estado a una plataforma continental más allá de las 200 millas náuticas a partir de sus líneas de base no puede, en ningún caso, extenderse dentro de las 200 millas náuticas a partir de las líneas de base de otro Estado. Por consiguiente, la Corte entendió que, dentro de las 200 millas náuticas de la plataforma continental de Colombia, no existía un área de superposición de títulos que debiera delimitarse en el presente caso.

Con esta sentencia, ya no hay más temas limítrofes pendientes entre Nicaragua y Colombia. En todo caso, si los hubiera -o si hubiera disputas sobre los derechos de pesca o sobre la protección del medio ambiente-, con el retiro de Colombia del Pacto de Bogotá, ésta ya no puede ser demandada nuevamente ante la Corte, pero tampoco puede demandar. Esto será así mientras Colombia no diga otra cosa; pero en política internacional nada es eterno, y no es realista descartar definitivamente un mecanismo de solución de controversias que está en manos de quince juristas de reconocida reputación, y que ha resultado eficaz.

A pesar de su razonamiento y de la autoridad de la cual emana, nunca una sentencia va a dejar satisfechas a ambas partes en la controversia. Pero, como es natural, la sentencia de la Corte Internacional de Justicia es obligatoria, y así fue reconocido implícitamente por Rosario Murillo, la vicepresidente del régimen nicaragüense, al manifestar que esperaba que Colombia reconociera el valor y la eficacia de todas las sentencias de la Corte, “y en particular la sentencia dictada en 2021.”

Lo que estaba en juego no era un mero símbolo de la soberanía estatal. A diferencia de lo que ocurría en épocas anteriores, desde mediados del siglo XX el mar dejó de ser, simplemente, una vía de comunicación, para convertirse en una fuente de recursos, vivos y no vivos, no necesariamente inagotables, que los Estados y las grandes corporaciones transnacionales se disputan encarnizadamente. La pregunta es cuánto más voracidad podrá resistir este atribulado planeta.


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