Los desplazamientos migratorios derivan en muchas ocasiones en situaciones indeseables, cuando se trata de numerosos contingentes de seres humanos que se trasladan forzosamente en procura de una mejor condición de vida que perdieron en su tierra por los avatares sociales o económicos. La gran mayoría huye por la sobrevivencia alimentaria, así como también para preservar la vida en peligro por persecuciones políticas; a lo que se suma ahora la implosión en pleno siglo XXI de una pandemia de tan brutales efectos que cambiará el rumbo de la Aldea Global, término que acuñara McLuhan a finales del siglo pasado para definir la interconexión de la humanidad.

En ese contexto hay mucha diversidad, veamos el caso de los rohingyas, que forman un grupo de alrededor de 1 millón de personas, concentradas como grupo étnico en el norte del estado de Rakhine, en Birmania, hoy Myanmar. A diferencia del 90% de la población birmana, que profesa el budismo, los rohingyas son musulmanes. La dictadura birmana no los considera ciudadanos, no tienen reconocimiento como grupo étnico ni libertad de movimiento, pero el Estado birmano asegura que son en realidad migrantes musulmanes de Bangladesh que cruzaron a Myanmar durante la ocupación británica. De ahí que se les considere «advenedizos», término usado en ocasiones por las autoridades, justificando la violencia contra ellos, confinándolos en guetos en condiciones precarias y propiciando un genocidio a este grupo étnico de 900.000 personas, que los ha desplazado a Bangladesh, hoy sin patria ni tierra donde vivir en paz, aun cuando la ONU los ha definido como su prioridad.

Otro caso de características diferentes son los “pied noirs”. Se denomina pieds-noirs (literalmente en francéspies negros) a los ciudadanos de origen europeo por el calzado, en su mayoría de origen francés, que residían en Argelia y que se vieron obligados a salir de ese país tras la independencia en 1962.

El término se aplica a todos los repatriados de Argelia, que habían apoyado a las fuerzas políticas y militares francesas durante la contienda, pues bien a lo largo de décadas estos eran segregados en Francia al considerarlos árabes, y por los argelinos al considerarlos franceses, sufriendo en todo caso xenofobia y discriminación, hasta que los idus del tiempo fueron olvidando su origen.

En nuestro caso es la llamada diáspora venezolana la que injustamente debió salir en estampida, buscando sobrevivir al apocalipsis generado por esta gestión. Pues ahora con la pandemia del covid-19 son echados de sus arriendos, algunos de ellos han logrado mantenerse gracias al apoyo de ONG en Colombia, de la Embajada de Venezuela en Bogotá e instituciones colombianas, pero otros en contingentes numerosos han decidido regresar a Venezuela.

Vienen de todos lados, de Perú, Ecuador, de ciudades y regiones colombianas de Bucaramanga, Valledupar, del Putumayo, del Norte de Santander, de Bogotá, en caravanas de buses, otros a pie, en condiciones de precariedad absoluta, creyendo incluso en la demagogia gubernamental del “bienvenidos a la patria bolivariana”, para ser recibidos en San Antonio del Táchira como parias en un campo de concentración, maltratados y golpeados por las fuerzas militares.

En definitiva, regresan con las manos vacías, excluidos y llamados “venecos”, descalificativo con el que se excluye a los venezolanos en los países andinos, para encontrarse un país en ruinas, en la miseria generalizada, mucho peor del que partieron años atrás, sin poder encontrar un lugar donde continuar su vida.

Este es el drama actual de estos compatriotas venezolanos que, aun siendo muchos de ellos profesionales universitarios, trabajaron en condiciones de precariedad laboral absoluta para lograr la sobrevivencia y ahora se encuentran en el deslinde: son descalificados en los países andinos y al regresar a su país son tratados como extranjeros, en pocas palabras, apátridas sin destino cierto.


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