La pregunta no tiene respuesta unívoca. Porque la decisión de proceder a la nueva ola de ampliación de la Unión Europea trae causa directa de la situación en Ucrania, Kiev se erige hoy en interlocutor privilegiado para el diseño de nuestro proyecto de futuro común. Así, hemos de negociar con Ucrania. Asimismo, es obvio que constante la invasión perpetrada por Rusia, llevamos 18 meses de -otra- negociación. Ésta se desgrana apoyando -a veces toreando- a Ucrania en su resistencia al agresor: en armamento, municiones, entrenamiento, en gestión -en suma- de recursos en la guerra de desgaste que Putin apuesta ganar contando con que se desinfle el apoyo Occidental. Y relacionado con este último aserto, hay una tercera perspectiva latente desde el inicio de la operación de aniquilamiento total, que recientemente viene tomando peligroso énfasis en círculos de poder aliados, a ambos lados del Atlántico: Ucrania como objeto de negociación. Ucrania sobre la mesa. Su territorio como «precio de la paz».

«En cuanto a las negociaciones, se necesitan dos para bailar el tango. Si Putin muestra ese interés, creo que los ucranianos serán los primeros en negociar, y nosotros estaremos justo detrás de ellos», afirmaba Antony Blinken en una entrevista televisiva el domingo, pareciendo alentar un alto el fuego entre Rusia y Ucrania. Pues bien, yo me encontraba precisamente en Kiev cuando el secretario de Estado hizo esas declaraciones, y mi percepción es la contraria. He escuchado -con los matices que aporta el cara a cara- al presidente Zelenski defender la estrategia desarrollada, aun reconociendo que queda corta con respecto a las expectativas suscitadas. Mientras pergeño estas líneas embridando emociones, se produce el ataque por sorpresa a Sebastopol que pudiera marcar un punto de inflexión en la táctica pegada al terreno y, más destacable, en la imagen que nos formamos del desenvolvimiento de los acontecimientos bélicos.

Es cierto, han sido pocos mis días de permanencia allí. Pero ha habido ataques con misiles en o cerca de la ciudad, un bombardeo asesino en un mercado, y un intento ruso (uno más) de cortar las exportaciones de cereales ucranianos con misiles y drones. Este es el telón de fondo del día a día en la capital; y más allá los discursos del gobierno en distintos ámbitos, más allá de las experiencias personales conmovedoras de quienes venían del frente, está la coincidencia de hombres y mujeres jóvenes al preguntarles a bocajarro si eran conscientes -y cuál era su apreciación- de la certeza de jugarse la vida. Con victoria rusa no habría vida; esta fue la respuesta repetida.

Así, lo que yo he percibido es lo opuesto a lo que deja traslucir el secretario de Estado de Estados Unidos. He podido palpar la determinación consciente. Un ambiente para mí evocador de las reflexiones que Charles de Gaulle dedica en el arranque de sus Memorias de Guerra al Londres de 1940: «Hay que decir que una atmósfera vibrante envolvía a Inglaterra en ese momento. Era un espectáculo verdaderamente admirable ver a cada inglés comportarse como si la salvación del país dependiera de su propia conducta. Este sentimiento universal de responsabilidad parecía tanto más conmovedor cuanto que, en realidad, todo iba a depender de la aviación».

La impresión prevalente de mi viaje es precisamente la rotundidad de ese «sentimiento universal de responsabilidad». Los ucranianos se mantienen firmes y convencidos de que no hay alternativa a luchar contra Rusia por su libertad. Y que dependen del apoyo de los aliados; con las dudas todavía hoy existentes en cuanto al alcance del armamento aportado… Y sí, melancolía ante argumentaciones que disfrazan el objetivo de frenar a Ucrania el tiempo suficiente que permita a Moscú consolidar sus líneas en zonas ocupadas y arrastre el equilibrio de fuerzas a su favor. Desazón al ver y leer cómo los kremlinólogos oficiales y sus acólitos -además de los biempensantes de la equidistancia- arguyen el sufrimiento de Ucrania y presentan un determinismo histórico que dictaría ceder para aplacar, aun sabiendo que el fin último de la invasión es aniquilar; invitan a «entender» las reivindicaciones imperialistas construidas en torno a Kiev; proyectan un futuro euroasiático por contraposición a la comunidad de reglas en torno al Atlántico con extensión señera hacia Japón, Corea del Sur o Australia.

Aunque los que están muriendo son ellos, el enfrentamiento no se limita a una cuestión territorial. Su conclusión acarreará la evolución templada -o por el contrario la liquidación- del orden internacional construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. Los ucranianos están demostrando que las democracias se defienden. Y a ello estamos contribuyendo otras democracias. Lo que tiene hálito geopolítico. La probabilidad de una guerra en el Pacífico, a iniciativa de Pekín, disminuye en tanto queda patente que las operaciones ofensivas no son paseos militares. Mientras, el encuentro Putin-Kim Jong Un -de coreografía reminiscente de los totalitarismos del siglo XX- con causa inmediata en el suministro de municiones, presagia turbios manejos desestabilizadores. Dimensión global proyecta asimismo el esfuerzo -y las dificultades creadas desde Moscú- por restablecer las exportaciones de cereales a África y Asia, donde la sombra de la hambruna se cierne sobre millones de personas. Finalmente, se consolida una toma de conciencia-mundo: el chantaje nuclear no debe funcionar. No funciona.

Putin ha aprovechado hábilmente el talón de Aquiles de las democracias -la manipulación de las opiniones públicas-. En particular ha apostado a fondo por el horror que despierta el arma nuclear, amagando de mil maneras con utilizarla. La razón no es otra que persuadir a Occidente de que es demasiado peligroso darle a Ucrania el equipamiento que necesita para expulsar a las tropas rusas. Pero el Zar sabe que es una línea que no puede traspasar sin perder el apoyo de Pekín y convertirse en un paria internacional. Por ello, porque su principal preocupación es mantener el poder, las bombas nucleares tienen valor mientras el Kremlin pueda pregonarlas como amenaza. Su utilización llevaría aparejado el suicidio político.

El discurso del Estado de la Unión que Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión, pronunció el miércoles ante el pleno del Parlamento Europeo, no se centró explícitamente en Ucrania (sí lo hizo el año pasado), pero Ucrania hilvanó la secuencia más ambiciosa y visionaria: el manos a la obra de completar el puzle europeo. Una sacudida profunda del proyecto de convivencia que venimos tejiendo desde hace 70 años. Con importantes consecuencias que justifican, sin duda, el título elegido para su alocución -«Respondiendo a la llamada de la historia«-. Esta premura, esta precipitación, son consecuencia directa de la situación creada por un enconamiento que nos interpela. Implican la negociación con Ucrania. Que no va a ser fácil. Que carecería de virtualidad respecto de Ucrania derrotada.

La puesta en marcha del proceso de ampliación llega en un momento delicado: la Unión Europea enfila el final de mandato institucional; mientras Washington entra en modo electoral, lo que de costumbre acarrea tomas de decisiones al impulso de los sondeos. Por ello, hemos de estar especialmente vigilantes para que la propaganda rusa no mediatice el cálculo estratégico. Tenemos que hacernos a la idea de que no es previsible que la contienda termine pronto. Sin embargo, el cuándo y el cómo dependen en gran medida de nosotros.

Incluso haciendo abstracción de cualquier dimensión de valores, considerando únicamente nuestros intereses más evidentes y romos, sólo tiene eficacia histórica apostar por una victoria ucraniana. En las circunstancias concurrentes, paz por territorio es una quimera, un engaño. Así que no. No negociamos con Ucrania sobre la mesa.

Artículo publicado en el diario El Mundo de España.


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