Todavía faltan unos días para la Nochebuena, pero como mi próxima entrega es para después de Navidad, quise centrar mi reflexión de hoy sobre la noche en la que nace Jesús.

Lo que celebramos los creyentes es que Dios se hizo hombre y “habitó entre nosotros” (Jn 1,14). El misterio es siempre actual, pero en estos tiempos la liturgia nos invita a renovarnos por dentro para disponernos mejor a recibir a ese niño que desea nacer en nuestro corazón.

Algunos pensaron que el Mesías vendría a liberar a su pueblo de la opresión del Imperio Romano, pero Dios entró en la historia esa noche para redimirla en toda circunstancia, sucediese lo que sucediese. Desde que tocó este mundo, desde que nació esa noche, todo es susceptible de santificarse: todas las cosas y todas las noches. La vida, sin embargo, mana del corazón y es ese núcleo íntimo del hombre, ese que solo Dios puede sondear y escudriñar, lo que realmente desea ese niño que nace. Él vino a salvar, a rescatar, a levantar, a sanar, a renovar nuestro espíritu cansado y agobiado, para fortalecerlo en la seguridad de su amor. Ese Dios que se hizo vulnerable como nosotros; que quiso asumir nuestra naturaleza para acercarse y vernos el rostro, nos dice con su presencia que nos ama y nos conoce desde que fuimos formados en lo secreto (Salmo 139).

Esa noche en la que José y María experimentaron que no había lugar para ellos en varias posadas, ese niño que redimiría los corazones fue sufriendo anticipadamente los obstáculos que ponemos los hombres a su obra salvadora. Nació en el mejor lugar posible: un pesebre oculto en el que se hizo patente el milagro que solo los hombres de buena voluntad pueden acoger como verdad. Los magos, los pastores; sabios que buscaban con sinceridad y gente sencilla expectante de una alegría más profunda, fueron testigos privilegiados de lo ocurrido en el silencio de ese lugar tan distante del ruido de la ciudad. Algo así debe ser nuestro corazón: una gruta resguardada de todo ruido exterior, de toda mirada impertinente que pretenda distraernos de ese misterio que salva. La Navidad es un buen momento para dejarnos sondear por Dios; para abrirnos a esa gracia que cura el alma de nuestras torcidas inclinaciones. Ese Dios que se hace cercano, que se hace un niño lindo, busca que confiemos en que su mirada no hunde ni humilla, sino que restaura y eleva. Él vino a hacer nuevas todas las cosas; vino a redimir nuestro pasado, como meditó Tomás Moro en su soledad; vino a que comprendamos que su amor trasciende toda situación si le dejamos sanar nuestro corazón, pues a eso vino: “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).

A veces puede parecer humillante reconocerse frágil, pero paradójicamente, nada nos hace más fuertes que la conciencia de nuestra debilidad. Sucede que la gracia de Dios nos fortalece más en la medida en que nos experimentamos necesitados, tal como refiere san Pablo que le dijo el Señor: “te basta mi gracia, pues mi fuerza se hace perfecta en la flaqueza” (2 Cor 12, 9). Da paz saberse limitado; saber que “llevamos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia sea del poder de Dios, y no parezca nuestra.” (2 Cor 4,7).

Da paz saberse hijo de un Dios tan bueno, que perdona, sana y eleva. Esta es la experiencia que en esta Navidad deseo a todos los hombres que, sin saberlo, buscan a ese Dios que desconocen. Deseo lo mismo a todos los que conociéndolo, buscan amarle más, porque esto nunca tiene límite.


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