Indudablemente, la primera de las fuerzas que mueven al mundo es la mentira. En nuestro país, ya es un lugar común que la falacia se instaló casi constitucionalmente. Por lo tanto, el daño ha sido incalculable, alcanzando zonas muy profundas de nuestro ser, de nuestra esencia como venezolanos. Pero lo peor de todo es que nos movemos en la falsedad con naturalidad, sin mostrar vergüenza, con total impunidad. De allí nace entonces la lucha del pueblo venezolano contra la mentira oficial y constitucional.

Sin embargo, a pesar de ser ciudadanos proactivos y generar cambios a través de la lucha social, nos conformamos en aguantar, aferrándonos a la esperanza, pero sin evitar en caer en la frustración e inexorablemente conducirnos al fracaso. Pero sin dejar de creer en la democracia, porque más allá de que la han prostituido es una forma de vivir del venezolano y no un gesto temporal. Por lo tanto, a pesar de los ataques incesantes al régimen de libertades, nuestros connacionales nunca le han dado la espalda.

No obstante, en el otro extremo de la balanza tenemos aquellos personajes que ostentan posición de poder, con la capacidad institucional para cambiar la realidad de Venezuela, pero prefieren sostener la mentira, porque a pesar de abrazar la Bandera Nacional, cantar el Himno y profesar una supuesta adoración a Simón Bolívar, no sienten amor por la patria.

Pero lo más triste de nuestra realidad es ver compatriotas convertirse en militantes de la ignorancia, gritando consignas sin sentido, sosteniendo verdades imaginarias, defendiendo un proceso revolucionario que nos ha empobrecido a todos. Esos venezolanos, que nunca han tenido nada, se aferran a esa alternativa para poder sobrevivir, porque en su vida muchos nada tienen que perder.

Por su parte, aquellos que detentan el poder arman toda una realidad para poder controlar a los connacionales que adversan la incompetencia y la violación de las normas democráticas. Lo hacen cumpliendo sus amenazas e irrespetando sus promesas, tratando en todo momento de minimizar la libertad.

Para muestra, estos últimos veinte años sumidos en la revolución bolivariana, en la que su máximo logro ha sido desmejorar la calidad de vida de sus gobernados. Fallas en la prestación de servicios públicos tales como el agua y la electricidad, así como en la educación, son fiel representación del fracaso de estos ungidos que se creen los únicos capaces de gobernar a un país. No hay que olvidarse de la inseguridad, la pobreza, el hambre, el desempleo, la devaluación, la hiperinflación, la escasez, la destrucción de la estructura física de la nación, sazonado todo con discriminación, persecución y encarcelamiento a todos aquellos que se oponen al socialismo del siglo XXI.

De todo lo anterior, Venezuela parió un tirano y luego otro recargado, que uno se creía Dios y el nuevo se siente que es el elegido, pero ambos se consideran capaces de hacer lo que quieran, lamentablemente los dos están sostenidos en la vileza de muchos y en la cobardía de todos. Esos individuos que sin desparpajo invitan a todos los venezolanos a bañarse con totumas y a utilizar las tusas como papel higiénico, que pregonan que ser rico es malo, claro, para otros, porque para el venezolano sus ejecutorias les deparaba el lento avance, firme y sin descanso hacia la miseria.

Por lo tanto, Venezuela se convirtió en Absurdistán, donde los últimos días se han esmerado en agitar banderas de guerra, sin saber que en un conflicto no hay ganadores ni perdedores, que nadie les va a entregar un trofeo, ni una medalla de oro, por manipular un fusil. En un conflicto hay muertos, hay destrucción, hay dolor, hay mutilados, hay heridos, no hay triunfadores ni vencidos, pero seguimos sumergidos en la apatía, en la indolencia y en la incapacidad, nuestra sociedad se ha convertido en una estructura primaria, sin derechos ni deberes, enfocada sola en complacer por un lado a un líder que ya delira y la otra esperando que otros vengan a solucionar nuestros problemas, eludiendo la responsabilidad como ciudadanos, sumidos en el caos, la anarquía, el desmadre social, el militarismo, la miseria y la violación aberrante del más elemental derecho, el de la vida, pero seguimos hablando que estamos en democracia. Por lo visto, competimos para ver si somos más idiotas o pendejos.

No podemos evitar que todos los días sean el mismo día, sin cambios, la misma rutina, la misma cadencia de estupideces, en el cual la revolución es un derroche de abusos, de impunidad y de mentiras, donde han masificado la ignorancia para así abonar el terreno para la demagogia, en el que el populismo y la debilidad institucional han conducido inevitablemente a la corrupción.

Evidentemente, con una clara demostración de su incompetencia para resolver los problemas, endilgando a otros de sus errores y poner en la palestra a payasos que sirvan para distraer de su ineptitud. En estas condiciones, es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado. Pero, nunca falta un pero, seguimos teniendo políticos que no saben o no les conviene analizar la realidad. Unos, sufriendo de incontinencia verbal, hablando paja sin sentido y tratando de edulcorar una realidad ya amarga para todos; mientras hay otros que son estíticos mentales, incapaces de estructurar ideas y ofrecer soluciones, pero los peores son aquellos que viven en la tierra de nunca jamás, porque en Venezuela no pasa nada.

Los revolucionarios no tienen prejuicios, odian a todos los demócratas y adornan con laureles de hipocresía de una nación de mentiras. Por lo tanto, el socialismo es un compendio de oportunistas que disfrutan de las riquezas del Estado, teniendo como base la miseria del pueblo.

Por eso, después de dos décadas, la oposición venezolana nunca ha podido construir una realidad basada en hechos creíbles. Nos aferramos a la mentira, a la ilusión, para evitar en todo momento enfrentar nuestra verdad como nación y así poder originar el cambio que necesita el país. Hemos navegado constantemente en la suposición, que nos ha llevado siempre al fracaso, siendo engañados por la apariencia de la verdad, en la que Venezuela es una cita imaginaria de democracia.


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