La sociedad contemporánea pareciera ser un gran espejo formado por infinitos fragmentos de cristales que se reflejan y proyectan recíprocamente, los unos sobre los otros de forma continua, en una suerte de juego de ficciones, de máscaras sin fin, de múltiples proyecciones especulares que devienen, que cambian y que se modifican de continuo. La realidad se ha hecho aparente y lo aparente se ha hecho realidad. Todo parece estar atravesado, traspasado, por esta red de inmensas proporciones, plena de imágenes ilusorias, ficticias y, a la vez, recíprocas, en la que, no obstante, se fijan ciertas características, determinados atributos prototípicos, sobre personas o cosas que, en realidad, tienen y no tienen, dado que se trata de reflejos de reflejos, de inagotables imágenes de imágenes, sueños de interminables sueños. Se ha dicho, no sin frecuencia, que lo aparente alude a aquello que oculta tras de sí lo verdadero. Las apariencias engañan, afirma el sentido común, sin saber que, al afirmarlo, se engaña a sí mismo, dado que la misma afirmación transmuta la apariencia en verdad, es decir, en el signo de su propia inversión especular.

El gran teatro de la vida es, a fin de cuentas, la vida como un gran teatro. Se sabe que el actor se introduce en su papel hasta darle carne y sangre. Un mal lector, con casi ninguna capacidad de comprensión, un gran fraude, cercano a los dos metros de estatura, finge ser el más auténtico exégeta y traductor de la obra Hegel durante años. “Palabra de Hegel.. ¡Amén!”. Todos lo perciben como la representación viviente, como el vicario de la dialéctica. De pronto, Hegel aparece como un paisano de Martinica, o tal vez como otro Hegel, uno antillano, caribeño. Dialéctica a son de calipso. La pregunta es si semejante apariencia es o no es, por lo menos, parte del recorrido de la historia de las figuras -precisamente, sus modos de aparecer- que determinan la condición sustancial de la realidad, de lo que va formando y conformando la realidad entera. Las cosas más sencillas no pocas veces terminan siendo las más complejas.

Un mal estudiante, flojo -como de dos metros también-, conductor de buses, reposero innato, militante de la Liga Socialista, mata el tiempo incendiando vehículos con bombas «Molotov» casi todos los jueves, en la plaza de Las Tres Gracias. Años después se convierte en una referencia, en el prototipo de un «revolucionario» a carta cabal. Y, por esos golpes de timón del barco de la fortuna, llega a ser electo diputado y, luego, nombrado ministro de Exteriores, para finalmente convertirse en el sustituto de otro fraude, es decir, en el fraudulento fraude de un fraude, o sea, en “el presidente obrero”, capo visible de una corporación de criminales.

De nuevo, surge la pregunta: ¿cómo es posible que el ente, o como diría Spinoza, el «modo» menos capacitado para asumir el cargo presidencial de una nación, haya terminado transmutando la apariencia en realidad? ¿Cómo es que, tal como en El diente roto de Pedro Emilio Coll, el reflejo del reflejo de otro reflejo haya podido ser investido -como resultado de elecciones fraudulentas, por cierto- con los ropajes presidenciales? O, en otros términos: ¿cómo es posible que el fraude de un fraude de otro fraude, la ficción de una ficción ficticia, pueda devenir la apariencia de la apariencia de otra apariencia, además bajo condiciones aparentes, y ser positivamente objetivado como jefe de un Estado invertido que aparece como un Estado? En medio de este vertiginoso y descontrolado carrusel de los espejismos, vale la pena preguntarse, ¿nada es lo que parece o lo que parece es uno de los tantos eslabones de la larga y pesada cadena del ser que, sin las apariencias, quedaría al desnudo, al descubierto, como la nada? O, en otros términos, ¿A cuenta de qué es posible que la Guardia Nacional Bolivariana pueda llegar a ser considerada como “gloriosa”?

Más que una ciencia, la psiquiatría social es una competencia de malabaristas en el cuarto de los espejos de un gran circo. Por eso mismo, la filosofía debe cuidarse de poseer pretensiones edificantes. Para la psiquiatría y la psicología, o peor aún, para la autoayuda, ser “positivo” significa afirmar con fervor: “¡llegó la luz!”, “pusieron el agua”, “ya hay gasolina”, “están repartiendo las cajas”. Ergo: “hay que llegar a un diálogo”, “lo mejor es hacer una negociación con nuestros secuestradores”, buscar un “acuerdo político”, “¡una ley de amnistía para todos, por favor!”. Según semejante argumentación, por ejemplo, la imagen de la imagen proyectada por la versión narco y con las manos ensangrentadas de ‘diente roto’, o ese fractal de cristal de coca, esa abominable torsión espectral y retorcida del Chapo, no deberían ir presos, sino “medirse” electoralmente, como los respetables ciudadanos que son. En fin, se puede calcular lo mucho que ha perdido el espíritu de un pueblo durante los últimos años por lo poco que necesita para contentarse en este vasto y pandémico desierto del presente. En esta odisea, guiada por los cantos de sirenas populistas, durante los últimos veinte años Venezuela perdió en naufragio a su mejor inteligencia. La generación profesional mejor formada de toda su historia fue arrojada al corralón de los cerdos o al matadero del exilio.

Kant sostenía que, ciertamente, las apariencias se contraponían a la “cosa en sí”, pero que no por ello las apariencias debían ser consideradas como espejismos o ilusiones. Después de todo, sostenía el viejo maestro de Köninsberg, la apariencia es, modestamente, lo que se tiene a la disposición, lo cual es suficiente para conocer en parte, o para comenzar a conocer, la verdadera realidad que se oculta detrás de ella, de la fenomenicidad. Si el ilustre pensador alemán, padre de la Crítica de la Razón, tuviese una versión caribeña, como, de hecho, en algún momento la tuvo Hegel, cantaría sin falta: “eso es lo que hay”, acompañado por los acordes del Sexteto Juventud o, en calendas más próximas, por los Amigos invisibles. Quizá convenga, por una vez, desechar la infertil ronda de los sargentones -custodios inmarcesibles de los elefantes- para concentrarse en la idea -y no tan solo en las representaciones- de que un desgarramiento -una Trennung profunda y dolorosa- configura la sustancia de este menesteroso presente y que, además, sorprende al devenir de la historicidad como fundamento del quehacer humano. La mala noticia es que las apariencias han terminado siendo la única realidad del presente.

En este auténtico dürftiger Zeit -o tiempo menesteroso- que apenas parece comenzar su urdimbre de sañas contra la realidad de verdad, la cultura y la reflexión -precisamente, la apariencia- no pueden cumplir su función sin que se produzca el distanciamiento y, a la vez, la permanente confusión de la realidad con la apariencia y de la apariencia con la realidad. Como ha adverdido Hegel, “cuanto más se amplía la cultura, cuanto más se vuelve multiforme el desarrollo de las exteriorizaciones de la vida, en el que puede entrelazarse la escisión, tanto más se agiganta su fuerza, tanto más se consolida su atmósfera de santidad”. Dice Spinoza que la apariencia esconde la esencia. Reconstruir el proceso, comprender el recuerdo y el calvario de la racionalidad del desquicio, no resultará tarea fácil, por cierto. Pero queda la exigencia de asumir las apariencias como piezas clave, no descartables, de este empedrado camino que tarde o temprano, y siempre de nuevo, conduce a la conquista de la civilidad.

@jrherreraucv

 

 


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