Para muchos resulta paradójico y absurdo que, frente a la evidencia de una atrocidad como la que tiene lugar en Ucrania, existan gobiernos que todavía pretendan mirar hacia un lado o, peor aún, sumarse a la cínica narrativa del régimen agresor de Vladimir Putin. Por supuesto que una explicación a esta angustiante realidad la encontramos en la premisa de que en el entramado de las relaciones entre Estados privan más los intereses nacionales que los principios y normas del derecho internacional.

Es pertinente acotar, para los propósitos de estas líneas, que eso que se concibe con sentido común como los intereses nacionales responden, muy a menudo, no a los derechos, demandas y necesidades de los gobernados, sino a las ambiciones de poder de los regímenes dictatoriales.

La ONU siempre como ejemplo

La semana pasada se sintió mucho ajetreo en los pasillos de la sede de las Naciones Unidas en Manhattan. El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, se dirigió por videoconferencia a los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, para, entre otras motivaciones, mostrar al mundo las imágenes de los cadáveres en Bucha y hacerle ver a sus miembros el fracaso evidente en el cumplimiento del mandato que les fuera conferido: el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales.

Por supuesto que a Zelenski no pudieron complacerlo con aquello de expulsar a la Federación Rusa del Consejo de Seguridad de la ONU. Lo que sí se logró de forma expedita con el diligente patrocinio de Washington fue la suspensión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos, en una votación que tuvo lugar en el marco de la Asamblea General de la Organización, el jueves 7 de abril.

El resultado de la votación (93 votos a favor, 24 en contra y 58 abstenciones), si bien confirma con la suspensión un rechazo mayoritario (dos terceras partes) a las violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y crímenes de guerra cometidos por el régimen de Vladimir Putin, dista mucho de significar que Rusia se encuentra en una situación de absoluto aislamiento.

Para nadie es un secreto que el club de las autocracias y autoritarismos en el mundo ha venido creciendo de manera alarmante en los últimos años bajo el patrocinio de Beijing y Moscú. Se han forjado, por tanto, vínculos de marcado peso e influencia política que van de la mano, además, con una inexorable interdependencia económica, y, en muchos casos, tecnológica, que ha atrapado incluso a países estrictamente fuera de esta órbita.

Por otra parte, llama la atención la relación de votos en esta oportunidad al compararla con los otros dos escrutinios que tuvieron lugar durante el mes de marzo. La resolución de la Asamblea General de la ONU del 2 de marzo en la que se deplora en “los términos más enérgicos” la agresión de Rusia contra Ucrania, registró una votación de 141 votos a favor, 5 en contra (Rusia, Eritrea, Bielorrusia, Corea del Norte y Siria) y 34 abstenciones. Un resultado casi al calco de la resolución humanitaria presentada por Francia y México y aprobada por la misma Asamblea el 24 de marzo (140 votos a favor, 38 abstenciones y los mismos 5 votos en contra).

Muy distinto fue el voto del pasado 7 de abril en el que, si bien Rusia fue suspendida del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, las presiones de su Cancillería, junto al lobby chino, se encargaron de disuadir a unos cuantos países logrando un resultado que nos señala cuán dividido está el mundo tanto dentro como más allá de las paredes de las Naciones Unidas. 58 abstenciones, entre ellas, por cierto, México y Brasil, y 24 votos en contra, es un resultado que puede insultar al más obvio sentido común.

Por supuesto que cuando se trata de un órgano como el Consejo de Derechos Humanos, numerosos gobiernos tienen rabo de paja, particularmente los que se encuentran en pleno ejercicio de su mandato. En el consejo siguen ocupando descarada y cuestionablemente sus puestos: China, Cuba, Eritrea, Libia, Mauritania y Venezuela, a pesar del llamado reiterado de organizaciones no gubernamentales como UN Watch que han solicitado la expulsión de estos países.

Está claro que la flagrancia de Rusia en territorio ucraniano hizo mucho más fácil la decisión sobre su exclusión del Consejo de Derechos Humanos, pero la misma debe marcar un punto de inflexión respecto al debate sobre la siempre urgente y necesaria reforma del sistema de las Naciones Unidas.

Bien se ha dicho que la Organización es lo que los Estados quieren que ella sea, y es precisamente bajo esa premisa que en el futuro orden internacional que ha de surgir después de esta terrible pesadilla de Ucrania –esperando todos que siga el sendero del respeto a las normas y reglas de convivencia basadas en el derecho internacional–, no sigan existiendo espacios en la ONU para los despropósitos, tropelías y propaganda del bloque de los regímenes autoritarios, enemigos de los valores y principios universalmente aceptados.

Tal vez, incluso, no sea descabellado hablar de un proceso de desacoplamiento progresivo respecto a los parias del autoritarismo mundial, que pueda hacer posible eventualmente la creación de una nueva organización sustentada en estrictas reglas y comportamientos democráticos.

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