Lo que impresiona de la Noche es que sin abrirse todavía al día lo anuncia; en cierto modo nos prepara para recibirlo y manifiesta la  gentileza de prometernos que al aparecer la luz del nuevo día el sol regalará el vigor que requerimos para proseguir cada uno el camino de nuestras incertidumbres.

¡Pero la Noche que cubre hoy al país venezolano es una Noche oscura! Ha pedido a la Muerte el sudario que aterroriza al enfermo que tiembla de pavor al verla llegar con su afilada guadaña y vestida de Muerte, apesadumbrada y contra su voluntad, la Noche se ha cerrado en sí misma y ha permitido que muera el día. Fue en ese instante, cuando el alma que navega en mí naufragó y se hundió en el océano de mi sangre.

El color inclemente del vacío ha expulsado la vida que antes se agolpaba en todos los rincones de mi desventurado país. Como si el aire y el agua al fusionarse crearan una rara niebla que al envolver a los árboles y las plazas me convierte en una mancha oscura e informe, sin peso y sin rumbo definido, como figura espectral moviéndose torpemente en el desanimado escenario de un abandonado teatro de provincia.

Por primera vez, desde que Hesíodo la llamó la madre de todas las diosas, la Noche al vestirse con el manto de Penélope mientras esta teje en Ítaca el lienzo para la mortaja de Ulises, no encontró al día que nos había prometido. Se topó, más bien, con el cuerpo de la luz, tendido en el piso, rígido y lacerado por la Muerte. Entonces, frente a mí, en medio de la Noche impregnada de una tinta oscura más tenebrosa que la otra Muerte que se agita en silencio dentro de la Muerte que espanta a los enfermos, surgió la desventurada imagen de un país muerto y escuché enseguida el llanto de las viejas plañideras que apresuradas, con las cabezas cubiertas con pañoletas de viudas, acudieron al entierro del país venezolano que sucumbió a los estragos y estropicios que lo estuvieron maltratando y vapuleando con salvaje ferocidad durante los últimos años. ¡El país ha muerto y yo con él! Un soplo helado gimoteando su desconsuelo recorre los  pueblos  y  ciudades; cruza los valles y trepa a las montañas causando más estragos que la peste china que inopinadamente acertó a pasar contribuyendo a avivar el furor de la catástrofe que se instaló en nuestra depauperada geografía y se mantiene agresiva en todos los rincones del mundo.

¡El interior del país venezolano murió hace tiempo! Antes, se trataba solo de las casas muertas de Ortiz derrumbadas por las fiebres palúdicas que conoció Miguel Otero Silva, pero ahora se trata de todo el país venezolano. ¡Algunos pueblos se negaban a morir, pero al final cayeron de rodillas! Transitar por sus calles maltrechas, solas, con un perro en los huesos cruzando el despiadado mediodía, equivalía a rozar la miseria de una perdida región africana arrasada por el primitivismo de alguna tribu enemiga. ¡Ahora son las ciudades las que mueren en mi país! ¡Mérida, fea y sucia extingue su alma y todas, Maracaibo, San Cristóbal, Maturín… huelen a muerte! El país dejó atrás el agobio político que lo ataba al poste de la tortura democrática o dictatorial donde era azotado con excesiva crueldad. Terminó de hundirse en el abismo de la ignominia. ¡El país ya no vive! En manos de un grupo de gente ignara, desconocedora de nobles lecturas, ocupada en aceitar en los cuarteles sus armas largas y ofensivas y alejada con vanidoso desdén de los pronunciamientos y advertencias de los más reconocidos economistas y estrategas políticos, ha logrado la hazaña de desmembrar al país, agotarlo, desangrarlo, practicar lo que acostumbraban los españoles antes de la Independencia: decapitar a los integrantes de la conjura y exponer públicamente sus cabezas en la picota.

¡Se exilió la alegría de vivir! Se oscurecieron las calles y comenzó a perder salud el verdor de los árboles alineados en las avenidas de algunas urbanizaciones y el hambre se empeñó en subir y bajar por los callejones del barrio marginal anotando con estruendosa complacencia el creciente número de víctimas.

Una triste y esmirriada soledad se apoderó de la geografía humana porque solo se reúnen y se aplauden los cuadrúpedos que desde el poder político y el negocio de las drogas le han dado muerte privándola de la dignidad y del honor: ¡las gallardías más elementales! Carecemos de agua y de luz. Un alto porcentaje de los ríos fluentes está seco y comenzamos a ver con codicia las aguas del Orinoco para beberlas y bañarnos en ellas. Si la Noche quiso abrirse paso en el nuevo día, no lo encontró porque el día no existe ya en el país venezolano.

Tampoco existo, pero expío y padezco mis propios desaciertos, el torcido proceder de dejar la orientación del país en las exclusivas manos de los políticos y en el peor de los casos en las de un perverso grupo de aventureros.

La Venezuela de Gómez, escribió Mariano Picón Salas, protegida por sus ásperos cerros costeros, por las cumbres de los Andes y la inmensidad de las sabanas, fue un país aparte donde había que gritar demasiado para convencernos de que estábamos en el siglo XX.

Lo que me estremece es constatar que han transcurrido 85 años desde la muerte del tirano que nació en una hacienda tachirense y dejó 1.115 millones de bolívares al morir en Maracay en 1935. Una fortuna colosal en los años treinta del siglo pasado amasada por un hombre que vistió de tosco uniforme militar  toda su vida; comió siempre arroz, carne desmechada y tajadas de plátano y era parco al hablar y decía “!Ajá!” o “¿Cómo le parece?” como primera respuesta a lo que le decían, pero tuvo a sus pies a las mentes más esclarecidas de su tiempo.

Mariano Picón Salas gritaba para convencerse de que estaba en el siglo XX, pero 85 años más tarde sin alimentos, sin gasolina, abrumado por una diáspora inmisericorde, con ciudades que agonizan porque no encontraron al día que tenía que haber nacido en el momento indicado; desesperado, en medio de la Noche y en ausencia de la luz cuyo cuerpo permanece bajo tierra, grito para convencerme de que estoy en el siglo XXI como único sobreviviente civil de un país devorado por la Muerte.

 

 


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