Zhandra Rodríguez. Foto: Ricardo Armas

El lugar común indica que la danza es una mujer. No se trata sólo de un valor social generalizado, sino también de una concepción masculina enraizada en el mundo de la danza escénica. George Balanchine y muchos otros coreógrafos hicieron suya esta frase inicial, que con el tiempo perdió verdadero sentido. El Día Internacional de la Mujer, recientemente celebrado, sirve de excusa para abordar cualquier ámbito de lo femenino, incluso el de la danza artística.

En los inicios de la danza escénica profesional, durante el siglo XVIII, el poder decisorio estaba en manos de los hombres. Los maestros de baile se constituían en una verdadera autoridad y algunos celebrados bailarines ostentaban el pomposo título de “Dioses de la danza”. La mujer bailarina en ese tiempo era discreta y sojuzgada por la dominante presencia masculina. Su anhelada  revancha vino con el establecimiento del ballet romántico, expresión y estilo que giraron sobre la imagen elaborada de una bailarina frágil y espectral. El hombre resultó confinado a ser sólo su opaco, aunque solícito, acompañante en el escenario.

Andreína Womutt. Foto: Miguel Gracia

La imperecedera imagen de la bailarina romántica, ingrávida e inasible, marcaría definitivamente la iconografía de la mujer en la danza, transfigurada luego en virtuosa bailarina clásica o en  aguerrida bailarina contemporánea. La abstracción en el movimiento resultó más que una tendencia y logró la definitiva consideración de la danza como un lenguaje autónomo y no subsidiario de ninguna otra expresión artística. Así, la noción de géneros perfectamente diferenciados se fue desdibujando y los bailarines llegaron a adquirir la condición de volúmenes plásticos unificados, dentro de las visiones de Merce Cunningham o Alwin Nikolais.

El escritor mexicano Alberto Dallal, de dilatada labor investigativa y crítica, ha sido un admirador ferviente del arte expresado a través del movimiento femenino. Su libro La mujer en la danza (Panorama, 1990), ya de valor histórico, así lo revela. El texto más que un tributo representa una aproximación personal de su autor a los impulsos y las formas estéticas surgidas de los particulares mundos de mujeres fuera de serie.

Sonia Sanoja. Foto: Miguel Gracia

Dallal con agudeza se aproxima a la dimensión de la bailarina cercana a la leyenda. A la mujer creadora por sobre todas las cosas. Alude a Fanny Cerrito, la etérea bailarina italiana del Romanticismo, y a la sensitiva y aventurera Anna Pavlova, emblema por excelencia de un ballet emergente. Rememora las inusitadas presencias en México de la luminosa Loïe Fuller y la intensa Antonia Merce “la Argentina”. Celebra a Martha Graham, forjadora del pensamiento prodigioso de la danza moderna y a Anna Sokolov, irreductible difusora de ese ideal en el medio mexicano. Conversa con Alicia Alonso, la última figura histórica del ballet mundial y se regodea con su cercanía a dos bailarinas extremas de su país: la espartana Guillermina Bravo y la volcánica Tongolele.

Dentro del espíritu de este libro, habrá que aprovechar el día convencionalmente dedicado a la mujer, para reafirmar su influencia dentro de la danza como arte en Venezuela. De Graciela Henríquez e Irma Contreras a Zhandra Rodríguez. De Conchita Crededio a Sonia Sanoja. De Andreína Womutt y Luz Urdaneta a Rosaura Hidalgo. Todas, siguiendo a Alberto Dallal, son movimiento-mujer.


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