Tememos tanto a la muerte que hemos olvidado el cotidiano morir, no el biológico, sino el metafísico (en términos filosóficos) y el moral; aquel nos va aconteciendo tan lentamente que casi no lo percibimos. Releyendo mis primeros poemas —escritos a mis dieciocho años— me parecen ahora textos ajenos; en consecuencia, no he podido evitar sentirme señalado por una frase de san Agustín: «Mihi quaestio factus sum» («me he convertido en una pregunta para mí mismo»).

En las Confesiones, la frase aparece dos veces; la primera, en el libro IV, cuando Agustín habla consternado de la muerte temprana de su mejor amigo: «Factus eram ipse mihi magna quaestio» («me había vuelto, para mí mismo, un gran problema»); la segunda, en el libro X: «Tu… in cuius oculis mihi quaestio factus sum» («tú… en cuyos ojos me he vuelto una pregunta para mí mismo»). Poco antes había escrito su célebre himno Sero te amavi («¡tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!»).

Agustín se mira en los ojos de Dios, y la quaestio, entre el libro IV y el X, ha devenido de problema en pregunta; lo que hay en medio es un largo morir metafísico. Cuando alguien es capaz de sistematizar un problema en una sola y concreta pregunta, ha dado un salto metafísico, lo que supone haber muerto para sí mismo. Casi todos, alguna vez, hemos experimentado un momento así de definitivo.

Morimos a diario metafísicamente; no solo por la obsolescencia de nuestras cuestiones filosóficas que nos transforman, sino porque vamos muriendo metafísicamente en la cosmovisión de otros. Aquellos que nos amaban de un modo pasarán a amarnos de otro… o quizás dejen de hacerlo; quienes un día pensaban de nosotros conforme a un criterio después nos pensarán con arreglo a otro… o tal vez dejen de pensarnos. En todo caso, nadie sale incólume metafísicamente del paso del tiempo.

Los grandes imponderables del ser y la existencia van mudando con el tiempo en nosotros, sin menoscabo de que una parte de sí muera en el devenir. La esencia permanece, pero parte de nuestra contingencia metafísica va paulatinamente extinguiéndose. ¡Morimos tantas veces antes de la muerte final!

Por su parte, el morir moral es una de las experiencias más duras que se pueda vivir. Es tan sobrevenida como la muerte final; por ello, es fuente de amargo sufrimiento. Se es uno antes y otro muy distinto después; algo de la esencia muta en cada aniquilamiento moral, pues este es una metamorfosis esencial, una crisálida de la existencia.

Hay ocasiones en que lo que somos y nuestros principios rectores son la causa del morir moral. Estamos ahí, justo ahí, en el momento y lugares precisos y oportunos; allí, donde alguna vez quisimos estar y por cuyo arribo hemos soñado; ahí, y de pronto surge la condición sine qua non, esa sin la cual no podremos instalarnos en ese presente ansiado: la exigencia moral… la conciencia de que no debemos, aunque podamos.

Si damos cabida al «podemos», será lo más parecido a la muerte final; seremos, al cabo, alguien completamente distinto de aquel que éramos antes del impulso volitivo. Nuestros principios rectores se habrán marchado en un violento sfumato, y quedará una materia moralmente inerte que se moverá en la dirección ansiada… un yo intruso en el vehículo existencial; pero si respondemos al «debemos», nuestro sueño se habrá evanescido. En ambos casos, calzaremos el grillete de la desolación: o nos traicionamos o renunciamos a una posible narrativa personal.

La diferencia entre el morir moral y la muerte final es que a aquel le sigue la continuidad de esta vida que conocemos y, con ello, la conciencia y pulso de la existencia; por tanto, alguien podría preguntarse equívocamente: ¿cuál angustia en más longeva, la de traicionarnos o la de la narrativa dimitida? Quizás ambas duren poco. La pregunta tal vez sea otra: ¿cuál dolor nos configura ontológicamente mejor?

Rara vez nos regresamos del sufrimiento de habernos traicionado; por regla general, lo anestesiamos en las primeras de cambio con justificaciones peregrinas; luego siguen la caída en barrena y la conciencia asordinada. Por el contrario, el pesar de haber renunciado a otro posible yo para preservar el que somos, más coherente y sólido, es un arquitecto cuyos planos han sido concebidos para erigirnos sin fisuras temibles.

Nunca seremos los mismos tras el morir moral, sea de una índole o de otra. Toda metamorfosis esencial es dolorosa, y más si es abrupta. No reconocernos en lo que fuimos, para bien o para mal, señala la distancia entre dos puntos del ser y la certeza de que una parte de él ha dejado de existir. Nos morimos de a poco y a pedazos. Quizá convenga entender que una metafísica de la muerte deba necesariamente tomar en cuenta eso, y no ceñirse apenas a ese diminuto punto final del que se ocupan las postrimerías teológicas.

Por último, cabe preguntarse por la muerte de la que tenemos conciencia. Somos los únicos seres sobre este mundo capaces de plantearse una metafísica de la muerte. Poco le importa a un mandril si se muere o no; a nosotros, el tema nos crispa la razón; tener conciencia de ello supone cuestionar la vida.

¿Qué razón de ser tiene la muerte si la podemos pensar? ¿Para qué sirve convertirla en objeto de análisis categorial? La muerte es un categórico existencial y, por tanto, su racionalización es un intento de darle sentido a la existencia. Discurrir sobre la muerte quizá sea un medio para encontrar un propósito existencial, una vía hacia la mismidad y la alteridad. A un mandril le bastará con comer bananos…, pero hay quien solo piensa en ingerir cambures…


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