Morella Muñoz | Colección José Agustín Catalá, Biblioteca Nacional

Con la llegada de la temporada decembrina es hoy inevitable abstraerse de lo que ya en Venezuela forma parte del hilarante «corpus» del humor nacional, esto es, el rocambolesco conjunto de referencias a todo lo que cae en la órbita «de Sembrina», aquella impenetrable instancia ontológica que ni aquende ni allende nuestros lindes patrios ha podido ser aprehendida o siquiera delimitada para su sistemática consideración, pero no obstante la siempre bienvenida fuerza que el adjetivo «decembrino» ejerce para conducir el espíritu de los venezolanos hacia la jocosa esfera de tal «entidad», vale la pena explorar una ruta que, dentro del rico acervo cultural del país, lleva a una casi olvidada anécdota en la que se entretejen el consciente cultivo personal, las fáciles tergiversación y crítica —esa que por carecer de fundamento en nada contribuye—, y la mediocridad en cuanto indeseado componente de nuestra historia republicana.

La anécdota en cuestión tiene que ver con la singular interpretación que del famoso aguinaldo «Luna decembrina», del compositor yaracuyano Otilio Galíndez, hiciera la titánica e inigualable Morella Muñoz, conocida no solo por esas extraordinarias cualidades vocales que tan bien supo aprovechar, para fortuna de quienes apreciamos y agradecemos un aporte sin el que sería menos fulgente la producción musical venezolana, sino también por el extremo cuidado con el que preparaba cada pieza, que por ello, y por su distintivo sello, acababan convirtiéndose en las canciones «de Morella», de la musa en cuya voz quisieron virtuosos maestros como Aldemaro Romero escuchar lo mejor de sus propias obras, como él mismo reconoció en un texto de 2005, rescatado y publicado en El Nacional este año¹, al recordar que compuso «un catálogo de obras […] dedicadas todas a ella», a quien tenía, con sobradas razones, por «músico certero, ecléctico y flexible, que brillaba como un sol en medio de los cantos de ordeño de nuestro llano y al lado de los estribillos de la negritud de nuestras costas marinas», y en «los escenarios puntillosos y exigentes donde acontece el canto lírico».

En su maravillosa versión, Morella Muñoz nos obsequia el reconstruido verso «oye, luna dicembrina», al que sigue la frase original «mi pueblo sale de ronda», lo que si bien jamás dio lugar a públicos comentarios, o al menos a alguno de una figura de peso, sí fue pasto de la maledicencia en círculos en los cuales, a consecuencia del precipitado juicio, se evidenciaron carencias que aún hablan de una serie de estructurales problemas psicosociales y culturales que se han erigido en el principal óbice al desarrollo nacional, incluido en este, como su inicial y necesaria fase, la conquista de la libertad.

Las razones por las que Morella Muñoz decidió utilizar esa variante probablemente nunca las sabremos, pues tiempo ha que no está ella ni en su tierra ni en el mundo que muy pronto abandonó, catorce días antes de completar el ciclo de seis décadas de vida, así como tampoco está para arrojar luz sobre el asunto Otilio Galíndez, su coetáneo en todos los sentidos. Sin embargo, lo que no tomaron en cuenta los odiadores de entonces, del mismo modo en el que los de ahora pierden de vista universos, entre otras cosas, por su estrechez y por la soberbia que les impide reconocerse pequeños ante un conocimiento infinito para abrirse así al continuo aprendizaje, es que el término «dicembrino», tal como en la actualidad lo recoge el Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española², a la que pertenece la Real Academia, es la forma culta del adjetivo «decembrino» que surgió en América, quizá por influjo de la voz italiana dicembrino³, y cuyo uso fue relativamente amplio, aunque no en Venezuela, incluso antes de la época en la que ella grabó aquel villancico.

Verbigracia, en la obra de 1952 Humus, como parte de un registro elevado, lo empleó el escritor hondureño Víctor Cáceres Lara de la siguiente manera:

«Epifanio dirigió una mirada agradecida a la partera que sostenía con la cabeza para abajo a la cría robusta y pasó las manos callosas y medio entumecidas por la helada de la mañanita dicembrina sobre la frente de la Micaela…».

Morella, la humilde caraqueña que nació en la parroquia San José, la potente mezzosoprano de amplio registro e impecable fraseo que con entusiasmo, mente abierta y disciplina se formó con Vicente Emilio Sojo, Juan Bautista Plaza y otros eminentes maestros de la música venezolana, la que vio a Europa rendirse a sus pies por su versatilidad en el canto y de ella se enriqueció como el sensible espíritu que siempre fue, no era por consiguiente la del error, la de la pobreza intelectual, la del parecer sin ser, la de la mediocridad que anquilosa en un minúsculo espacio de pocas e inmutables ideas y prejuicios. Y al reflexionar sobre esto no puedo dejar de preguntarme cuántos «dicembrinos» no han trastocado el estado de cosas que durante la mayor parte de las dos últimas centurias venezolanas se ha contemplado en el lejano «deber ser» con pesar por lo que sí fue y anhelos de un futuro que, como sociedad, nunca nos decidimos a tocar.

Notas

¹ ROMERO, Aldemaro. Artista de ambos mundos. El Nacional, 28 de agosto de 2021 [consultado el 2 de diciembre de 2021]. Disponible en https://www.elnacional.com/papel-literario/artista-de-ambos-mundos

² Asociación de Academias de la Lengua Española. Diccionario de americanismos. 2010 [consultado el 2 de diciembre de 2021]. Disponible en https://lema.rae.es/damer

³ Esto último no constituye una afirmación basada en evidencias, sino mera especulación, o si se prefiere, una de varias hipótesis.

⁴ CÁCERES LARA, Víctor. Cuentos completos. Edición de Oscar ACOSTA. Tegucigalpa, Iberoamericana, 1995, p. 181.

@MiguelCardozoM

 


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