CARBAJO

Entre algunos de los partidos de la llamada nueva política en España, parece haberse generalizado la idea de que la política moderada es algo malo, que equivale a una falta de principios propia de una casta que no busca sino medrar durante siglos. De acuerdo con esta percepción, la moderación no es sino la actitud de indiferencia o cobardía de algunos políticos ante los desafíos de las guerras culturales, con el ánimo de pasar desapercibidos mientras se atacan los valores de la sociedad. Poniéndose de perfil, nos dicen, se aseguran el medro.

Sin embargo, hace falta recordar que este no es el significado de la moderación en política y, lo que es más, que la moderación política es un atributo consustancial a la democracia constitucional, cosa que no debe olvidarse. Sin moderación no hay propiamente democracia, es decir, un gobierno que proteja la libertad. Montesquieu, que es en esto el clásico indispensable, dejó claro que la moderación política está basada en la virtud y no ha de confundirse con «la cobardía o (…) la pereza de ánimo». De hecho, su obra clásica «El espíritu de las leyes» no es otra cosa sino una elocuente defensa de la moderación como garantía de la libertad.

Cuando Montesquieu habla de gobierno moderado se refiere a un gobierno cuyo poder está limitado constitucionalmente y, de esta manera, permite el desarrollo de la libertad individual. El gobierno no moderado es el gobierno despótico, el que ejerce un poder ilimitado y arbitrario, sea por uno o por una multitud, frente al que no hay protección, refugio o salvaguarda. Para Montesquieu, la división política fundamental radica entre gobierno limitado, moderado; y gobierno despótico, ilimitado. Por ello, es accidentalista en relación con la forma del gobierno y encuentra el mejor gobierno en la experiencia, en particular en la monarquía de Inglaterra: «No hay inconveniente en que el Estado pase de un gobierno moderado a otro también moderado, como de la república a la monarquía, o de la monarquía a la república; pero sí lo hay cuando cae del gobierno moderado al despótico». Sin gobierno moderado no es posible la libertad individual

Los enemigos contemporáneos de la moderación política parecen sostener que lo fácil, justamente por cobardía o por pereza, es apoyar un gobierno moderado; y que lo exigente y propio de un político con coraje y valor, es defender un gobierno animado por una voluntad férrea que se busca imponer a la sociedad, pero el señor de La Brède lo desmiente: «Para formar un gobierno moderado hay que combinar los poderes, regularlos, atemperarlos, ponerlos en acción (…) es una obra maestra de legislación que el azar consigue rara vez, y que rara vez se deja en manos de la prudencia». Por el contrario, como un gobierno despótico, inmoderado, solo necesita de la pasión para que sea establecido, «cualquiera vale para ello».

En unas apretadas y famosas líneas de la segunda parte de su obra insiste en esta dificultad de alcanzar el gobierno moderado cuando nos recuerda «que la libertad política no se encuentra más que en los Estados moderados», pero que no siempre aparece en ellos, «sino sólo cuando no se abusa del poder». Y continúa su argumento, tantas veces repetido, explicando que «todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! La virtud misma necesita límites». De esta forma, nos alecciona, «para que no se pueda abusar del poder es preciso que (…) el poder frene al poder». Esta es la esencia misma de la política moderada, la búsqueda de un diseño constitucional que al frenar el poder garantice la libertad.

La pasión política del despotismo, del poder no moderado, ahora en el nombre del pueblo, ha encontrado encarnación presente en los populismos de distinto pelaje. A pesar de sus variadas diferencias, todos se hallan igualados en su desprecio por la política moderada, esto es, por la política liberal, que encuentran, naturalmente, cobarde, perezosa y mezquina. Sin embargo, esta virilidad impostada que hace del adversario político un enemigo y que desprecia la política como búsqueda del acuerdo, no conduce necesariamente al triunfo, sino que alimenta la derrota de sus promotores al movilizar la política reaccionaria, esto es, la política entendida como un despotismo a la contra frente a la amenaza sentida también apasionadamente de otro despotismo.

Estos avisos sobre el valor de la moderación política y sobre los peligros de la política reaccionaria, tienen precedentes entre nosotros. Marcial Antonio López, diputado moderado durante el trienio liberal, del que se cumplen ahora doscientos años de su derrota, creyó oportuno traducir en 1820 el ‘Tratado de las reacciones políticas’, de Benjamin Constant, el campeón del liberalismo. Don Marcial explicaba, en unas líneas que precedían al texto del lausanés, que la «gloriosa mutación de España», realizada de forma ejemplar, esto es, la restauración de la Constitución de 1812, precisaba que sus amados conciudadanos leyeran y ejecutaran la lección de Constant, de forma que aprendiendo de los crueles desengaños de otras naciones legaran a las generaciones futuras una obra de sensatez, moderación y grandes virtudes.

El texto de Constant explicaba que las revoluciones son resultado de una incongruencia entre las instituciones políticas del Estado y la opinión pública de la nación. Cuando no existe armonía entre ellas se producen las revoluciones, que buscan restaurar la concordancia perdida. Cuando la revolución se detiene en esta acción restauradora, como sucedió en las revoluciones de Suiza, Holanda y América, no se produce reacción. Pero cuando la revolución intenta imponer a la sociedad aquello que no desea, entonces se produce la política reaccionaria, tal como ocurrió en las revoluciones de Inglaterra y Francia. Estas comenzaron con la abolición de los privilegios, pero acabaron con la decapitación de los reyes y la destrucción de la propiedad. En estas revoluciones, lejos de alcanzarse la estabilidad política se sumió a la sociedad en el conflicto y la violencia.

La política moderada es el antídoto frente a la política reaccionaria y quienes vilipendian hoy día la moderación olvidan que sin ella lo que hay es reacción. Esto es, conflicto y violencia donde, lejos de proteger la libertad o a la sociedad misma, se propicia el enfrentamiento estéril. La moderación es uno de los atributos fundamentales de la democracia constitucional y si esta desaparece lo que nos encontramos es sino un despotismo por mucho que se le califique de democrático.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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