Mi primer maestro fue mi padre; murió cuando yo tenía catorce años, pero alcanzó a enseñarme el valor del esfuerzo. Su austeridad era proverbial; una vez, un amigo le preguntó que cuántos pares de zapatos tenía, y él respondió: «¿Cuántos pares de zapatos se supone que tenga si solo tengo un par de pies?». Cuando ante un dilema ético uno se pregunta qué habría hecho su padre, se tiene la certeza que el de uno ha sido un maestro. Maestros así son los que hacen mejores las sociedades. Si nos parece que la nuestra es un desastre, quizás sea tiempo de hurgar en la calidad de sus progenitores.

Mi segunda maestra fue mi abuela; de ella aprendí el amor por los libros y la poesía. Cuando yo tenía diez años, me regaló los nueve tomos de la enciclopedia Literatura universal, de La Llave del Saber —que conservo en mi biblioteca—; pude escuchar cuando mi madre le recriminaba haberme regalado semejantes libros a mi edad, y su respuesta no pudo ser más luminosa: «A los niños hay que darles libros que un día puedan leer». Las últimas palabras de esa frase suponen ser el sentido de cualquier magisterio: hacer que los niños de hoy sean dignos lectores mañana.

Tardé varios años en encontrar a mi siguiente maestro, el padre José Martínez, mi profesor de latín. Me enseñó a amar la lengua del antiguo Lacio y me inició en la filosofía acercándome al neoplatonismo agustiniano. Cada conversación con él era profundamente humana. «La vida es como una oración en latín —me dijo un día—: el sentido está al final de ella, en la acción del verbo».

Por aquella época hubo otro sacerdote que también fue mi maestro, el padre Reynerio Lebroc, tutor de mi tesis en Letras y gran amigo de mi padre. Su rigor académico, la precisión para citar autores, fechas y hechos, su riqueza de léxico, su discurso pausado y profundo, su avidez por la lectura y su sensibilidad intelectual por los que sufren son todavía virtudes que intento emular.

Otro de mis maestros fue el Prof. Gastón Larrazábal, que impartía la cátedra de Didáctica en la universidad. Un día coincidimos como colegas en el mismo colegio San Agustín donde yo había estudiado; al cabo de una clase, me fue a buscar a la sala de profesores y me llevó de regreso al aula que había abandonado minutos antes. «La mesa de la cátedra y la mesa del comedor deben quedar igual de limpias después de su uso», me dijo señalando el escritorio que yo había dejado empolvado de tiza.

Por último, está mi amigo, el padre Gino Bologna, con quien he compartido conversaciones profundas, muy profundas; en él, las palabras parecieran cargarse de significados insospechados y encarnar la sentencia wittgensteiniana, pues los límites de su mundo son cada vez más anchos… como los de su verbo.

Cuando hago este balance, reconozco haber sido afortunado, y no solo por haber tenido a tantos maestros, sino porque cada uno de ellos me educó más con el testimonio de sí que con las palabras; eso es lo que los convierte en auténticos guías vitales. Me doy cuenta de que, a menudo, los docentes enseñan, y para ello tienden a hablar mucho; los maestros, por el contrario, suelen hablar menos y educar más. La distancia entre enseñar y educar es grande cuando no se vive pedagógicamente…

Mis maestros vivieron en consonancia con sus principios. Aquello en lo que creían era la estrella polar de sus vidas. No había fisuras ni contradicciones; desazones sí, pero ¿quién que quiera ser coherente no las tiene?; y había mucho silencio en ellos, uno que se sentía casi sagrado: era el sigilo de quienes pasan tiempo a solas consigo mismo; sin duda alguna, todos ellos tuvieron una maestra en común, disciplinada, austera y exigente: la soledad. Me temo que tal preceptora ahora mismo está desempleada…

Ciertamente, mucha gente hoy se «siente sola», pero yo hablo de otra cosa: de estar solo, de elegir estar solo, de gustar la buena soledad. En un mundo como el nuestro, con tantos distractores «a la mano», vivimos desparramados en una suerte de exterioridad fatua que, al cabo, solo acusa el aguijón de otra soledad perniciosa, insana, esa que muchos dicen «sentir». Cuando la soledad es una maestra, no se la siente: se la vive y se la piensa; por lo tanto, deviene en voz interior… en maestro interior.


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