Durante los últimos años hemos estado trabajando en desarrollar un sistema filosófico-literario que hemos llamado idealismo simbólico, en el que exploramos una ontología y fenomenología del lenguaje poético, según las cuales conocemos la belleza en tanto que reflectancia de otra belleza interior con la cual se pone en resonancia; en consecuencia, la belleza es posible como lenguaje interior cuando el fenómeno estético y el noúmeno estético se armonizan en la razón simbólica, pues conocemos el mundo y lo enunciamos simbólicamente. Esta razón simbólica tiene en el discurso poético un significativo grado de ascenso abstractivo, capaz de producir la semiosis postergada.

De seguidas, las nociones que hemos fusionado y reelaborado en el idealismo simbólico:

Idealismo alemán

Partimos de la revisión que Johann Gottlieb Fichte hizo de la noción kantiana de noúmeno; pero, en lugar de descartarla, asumimos el mundo noumenal como el sustrato de la conciencia que nos permite dotar de un sentido armónico el fenómeno estético; es decir, no hay un afuera (naturaleza) y un adentro (yo), sino un continuum armónico por virtud de la conciencia, con lo cual nos aproximamos a la filosofía de la identidad de Friedrich Schelling, pero sin que consideremos este continuum como génesis —extrínseca y común— de la naturaleza y del yo, sino como consustancial al ser.

También partimos de la noción de alma bella, acuñada por Friedrich Schiller en De la gracia y la dignidad (1793) para referirse a quienes —armonizando el logos, el pathos y el ethos (razón, sentimiento y ética, respectivamente)— se rigen por la ética de lo estético, puesto que su sensibilidad no colide con su racionalidad ni su ética. En consecuencia, el deber ser no está gobernado por la moral de la razón, sino por la moral del sentimiento (sentimiento moral).

Deslindamos esta concepción de la de Hume, cuya noción de sentimiento moral condujo al relativismo del que ya tenemos noticia. Por consiguiente, entendemos por sentimiento moral aquel orientado al bien común —o, en términos más restringidos, al bien del ser amado—. Un alma bella, por tanto, se ordena a la consecución de la dignidad humana.

Esta idea pone el peso del accionar humano en la espontaneidad y la honestidad del sentir, quizás nunca mejor resumida, siglos antes, por san Agustín en aquello de «ama y haz lo que quieras». Cuando amamos lo bello como aspiración al bien común, debemos lograr que nuestras construcciones racionales de lo social estén en orden con nuestra ética y, por tanto, que sean buenas.

Esta noción de alma bella —que discutieron ampliamente los idealistas alemanes de finales del s. XVIII y principios del s. XIX (Kant, Schelling, Goethe, Hölderlin, etc.)— es esencial al romanticismo y al proyecto del idealismo de aquellos pensadores. Aspiraba, a partir de aquella, a la consolidación de un estadio superior de la humanidad, fundado en la amistad, que llamaron armonía de los espíritus en aquel temprano programa del idealismo que escribieron por 1796 Hölderlin, Schelling y Hegel, esto es, el mundo como intersección de las almas bellas haciendo posible el anima mundi.

Ahora bien, en cuanto que categorías conceptuales, tanto el alma bella como la armonía de los espíritus —y otras nociones no menos interesantes de aquel idealismo antiilustración— son absolutamente válidas de rescatar y adaptar hoy cuando vivimos un segundo iluminismo, fundado en la supremacía del racionalismo cientificista. No se trata de sustituir una cosa por otra (logos por pathos), sino de poner una al lado de la otra y devolvernos un poco la dimensión profunda de lo humano.

Si lo miramos bien, los problemas sociales con la liberté y la égalité de la Revolución francesa siguen teniendo la misma raíz que ya advertían aquellos idealistas en su programa de 1796: el fracaso de la fraternité de los espíritus. Y esta no será posible de revertir sin la armonía de las almas bellas, para lo cual resulta imprescindible que eduquemos desde muy temprano en la belleza… que forjemos una sensibilidad estética que entre en diálogo con la razón y la ética individuales de cara a la construcción del bien común.

Idealismo mágico y voluntad poética

El idealismo simbólico que planteamos no es solo un sistema filosófico, sino una propuesta de creación literaria para la cual es de capital centralidad el idealismo mágico de Novalis y su planteamiento de la voluntad poética: espiritualizar el mundo por medio de la poesía; en tal sentido, siendo la belleza del mundo el azogue del espejo donde nuestra alma se reconoce —solo al resonar con aquella la belleza noumenal—, es fundamental restaurar permanentemente ambas por medio de la poesía. Esta sería la misión del discurso poético: preservar el continuum armónico de la belleza, el roce entre ambas almas —la propia y la del mundo (anima mundi)— que la hace posible.

Ahora bien, ¿cuál es el sentido de dicha voluntad poética? Considerando que siguen intactos los riesgos del exceso de racionalismo que aquellos románticos alemanes palparon en las postrimerías de la Ilustración, propugnamos una inteligencia del ser desde el sentimiento moral —y no desde una racional moral del deber—, esto es, una inteligencia en la que razón, ética y pasión se concierten en un alma bella, una inteligencia integral desde la que podamos aspirar a la armonía de los espíritus, anhelo truncado por la modernidad líquida. Se rescata así el derecho de conocer el mundo no desde una fría y plástica racionalidad, en ocasiones acomodaticia y de canon, sino desde la libertad del sentimiento moral que nos permite, además, desatar los límites de la realidad sin violentar su misterio.

Este misterio, según Novalis, habita en la eternidad interior, emancipada de toda temporalidad: «El camino misterioso va hacia el interior. Es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro». Y en Himnos a la noche, nos explicará cómo el misterio es custodio, por así decirlo, de la luz. No penetramos el misterio desde la racionalidad, sino desde la perplejidad.

Al vaciar nuestro ser de lo que somos, de prejuicios y concepciones, quedamos desnudos ante aquella que hace posible que aun en la ruina del mundo y en la más feroz oscuridad podamos sentir el latido de una luz invicta que nos llama; aquella que se nos presentará en una sola hora, la más feliz y temida de todas, como la metáfora absoluta de lo eterno.

Ninguna belleza perecedera vale la pena si no es nostalgia de aquella otra que un día fue nuestro hogar y a la cual volveremos, y cuya reminiscencia en nosotros presentimos cada vez que contemplamos su eco —desde nuestra racionalidad simbólica— en eso que llamamos belleza del mundo, pobremente traducible al arte.

Somos hijos de la más alta belleza y, sin embargo, a veces insistimos en parecer esperpentos de la noche. ¿Por qué elegir la sombra, esa resentida de la luz que hiere los objetos, siempre sediciosa? ¿Por qué vivir con resabios de opacidad? ¿Por qué no aspirar a la diafanidad del cristal que trasluce y a quien la luz nunca hiere?

En la luz más alta no hay ni una sola lágrima de oscuridad… porque la belleza es el fulgor de la verdad.

@Jeronimo_Alayon

 


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