¡Atenciónnnn… firrrr!

La sociedad venezolana tiene tres opiniones sobre sus militares. ¡Sí! Sobre sus militares. Los aman, los respetan o los odian. Eso ha sido así históricamente.

El lugar para la indiferencia en los 212 años de vida republicana tiene unos números marginales que no vale la pena mencionarlos en este texto. Este país ha sido históricamente cuartelero y de estrecha contigüidad con el tema militar. Incluso antes de 1811, los colonos se adscribían a las milicias de blancos o a las de pardos, como hoy en revolución se enrolan en la milicia bolivariana.

De manera que en materia de toques de cornetas, cachuchas, botas, jerarquías y voces de mando hay toda una referencia casi en tatuaje cromosomàtico en ese odio, en ese amor o en ese respeto que ha acompañado al gentilicio hacia el hombre de uniforme en mucho tiempo y en muchas generaciones.

Ese es el tema de este texto sobre los militares y su relación con la sociedad venezolana que prometen defender a costa de su propia vida. Un compromiso que se asume con un juramento ante Dios, frente a la bandera nacional y en un acto público solemne. Así se inicia la conexión en el amor, el odio o el respeto.

Desde la declaración de la independencia, el 5 de julio de 1811 hasta nuestros días, hemos tenido veintiséis actas fundacionales de los tipos de sociedades que se ha querido construir. Todas esas constituciones han sido paridas en la punta de una espada y con el toque de atención con un corneta de órdenes, de un movimiento militar que aún no ha terminado de replegarse de su camino victorioso hacia la conquista del poder político.

Vamos a ubicar esa introducción en unos contextos recientes que aún conservan los sudores y los cansancios de las cabalgaduras de los militares, amarradas en las rejas del Palacio de Miraflores. En la mayoría de las veces ayuntados con venezolanos vestidos de paisano. Los que hacen bulto en los índices de amor, de respeto o de odio, en las encuestas de aceptación / rechazo cuartelero.

La Asamblea Nacional Constituyente de 1947 es hija del golpe de Estado del 18 de octubre de 1945. La carta magna de 1961 es la consecuencia de la pólvora y la presión de la gente en la calle, en el movimiento cívico militar del 23 de enero de 1958. La vigente desde 1999 es una secuela de los bombardeos y los tiroteos del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. Todo el siglo XX transcurrido en los referentes cardinales de Castillete, Punta Playa, isla de Aves y las cataratas de Huá estuvo cubierto por la influencia de los generales Castro, Gómez, López Contreras, Medina Angarita y Pérez Jiménez. El paréntesis democrático de 1958-1998 fue una seguidilla de intentos de golpes de Estado (Barcelonazo, Porteñazo, Carupanazo, etc.) y los diez años de violencia guerrillera inducida desde Cuba que hicieron del protagonismo de las fuerzas armadas nacionales una cotidianidad para el ciudadano. Esa afirmación la sellaron los intentos de golpe militar del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992. Lo demás es historia que incluye la llegada al poder político por la vía del voto de un teniente coronel que se abrió camino en la política en su primera aparición pública por la ruta de su bota, su capa y su fusil.

Entonces, a lo largo de esas tres etapas de la sociedad venezolana con un nivel protagónico de los militares, ¿hay motivos para amar, para odiar y respetar a los uniformados?

Tres sociedades distintas entre sí, con tres toletes estadísticos para marcar con números, el amor, el odio o el respeto hacia los cuarteles criollos y hacia sus integrantes. En esas tres etapas se bailó bastante «Los cadetes» con la Billo’s Caracas Boys, se hacían formaciones cuando Víctor Pérez cantaba “Por la puerta de la casa, en correcta formación, van pasando los cadetes que hoy están de graduación. Unos son de la marina y otros son de la aviación, otros guardias nacionales y oficial en formación. La marina tiene un barco, la aviación tiene un avión, los cadetes tienen sable y la guardia su cañón”, y todos marchaban alegres al compás de la guaracha.

Allí tienen los sociólogos, los psicólogos, los politólogos, los historiadores, los analistas políticos y los militarólogos de ocasión para conseguir una explicación de cómo los venezolanos tenemos alojado en lo más profundo del inconsciente colectivo un gendarme, como quien tiene al loco de la familia en una habitación construida especialmente en el solar de la casa con una habitación independiente lejos de todo tipo de vinculación. Pero… es nuestro loco.

Por eso, en estas situaciones de crisis política, como la que se vive en estos 25 años de revolución bolivariana se hacen llamados de urgencia al Simón Bolívar necesario que describió en su tiempo Laureano Vallenilla Lanz. Para que nos saque del atolladero y después de que nos acomode la vaina lo enviamos de nuevo a la habitación del fondo. Y eso ha sido en un ciclo eterno en la historia de Venezuela.

El 3 de febrero de 1992 a los militares venezolanos se les respetaba y se les mantenía en unos niveles de simpatía en competencia con la Iglesia, con las universidades y con los medios de comunicación social. Al día siguiente, después de la difusión del famoso y mediático eslogan del «Por ahora» se les amó hasta niveles de locura. Tanto que el disfraz más popular del carnaval de ese año de todos los carajitos de la familia fue el de soldado con uniforme camuflado y con una boina roja terciada.

Hoy, a los militares venezolanos se les detesta sobremanera. Han roto el termómetro del odio dentro de la sociedad. Hasta que salga un capitán alzado con su compañía por allá por Tinaquillo, que un coronel respaldado en su regimiento dispare un pronunciamiento público contra el régimen en Dabajuro y que eso obligue a cualquier general o almirante en Caracas –cualquiera– a iniciar una rebelión militar contra el régimen desconociendo la autoridad y la lealtad hacia su comandante en jefe y forzando su renuncia como el 11 de abril de 2002. Eso ya está en el cromosoma.

Y por eso al final, a los militares venezolanos, la sociedad venezolana los ama, los odia o los respeta. A sus militares.

Y también es por eso por lo que se les hace llamados de impaciencia en estos casos, cuando el serrucho político del voto se tranca. Y mientras tanto la guaracha sigue rodando en el equipo de sonido: “Pero lo que más me gusta y me llena de emoción, es que pasen por mi casa en correcta formación».

Y seguirán pasando para que los amen, los odien o los respeten. Y cuando la sociedad venezolana piensa que todo está calmado, que ya hay paz, hay libertad, hay independencia, hay Constitución Nacional y hay Estado de Derecho; entonces la Billo’s le da la vuelta al disco y arranca con el segundo set en la pista de baile “Mamá, yo quiero un cadete, de la Escuela Militar, lo mismo me da un sargento, que un teniente o un general”. Eso es historia.

¡A discreeee… ciónnn!


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