«Versia, ¿qué es esto?». Los 25 peloteros novatos estaban en el comedor. Todos los días les llevaban la prensa. La dejaban caer sobre el mesón y se la iban pasando. Eran los jugadores de beisbol de la liga paralela firmados por los Marlins de Florida en su campamento ubicado en Guacara, año 1999.

A medida que leían la noticia, las caras de asombro copaban la escena: a un muchacho de Aragua, La Pedrera, le habían pagado un bono de 1,8 millones de dólares, los mismísimos Marlins, los mismos que los firmaron a ellos… Dijo el de Lara: «¡Naguará, será que las bota todas!»; otro del Zulia: «¡No lo harán out al mardito!»; los centrales: «¡Será short stop, cuarto palo y novio de la madrina!».

Ellos, todos esos peloteros con firmas por debajo de 20.000 dólares -lo normal en ese entonces- que en su mayoría fueron exitosos en el beisbol profesional, no se imaginaban que estaban describiendo con sus chanzas al mejor pelotero de todos los tiempos: José Miguel Cabrera Torres, con un talento único para el beisbol, 1,93 cm y musculatura natural que le permitiría la constancia y los récords.

Yo seguía a mi sobrino-hijo Alejandro Utrera (la mayoría de los datos íntimos de este artículo  son de él, quien luego trabajó con Cabrerita por años) y a su compinche, Jesús Timaure, que habían sido firmados por los Marlins y el Caracas. A ellos dos lo firmó el mismo cazatalentos que firmó a Cabrera: Miguel Ángel García, un expitcher también en los récords porque fue el que logró la firma de Cabrera, conjuntamente con Germán Robles y finalmente la aprobación de Alberto Ávila, quien vino a cerrar el bono más alto de Latinoamérica hasta ese momento: 1,8 millones de dólares…

«Tío, jugamos mañana». No me imaginaba lo que iba a observar, pero como siempre me empujé a ver el jueguito.

Era la liga paralela, jugaban los equipos que estaban cerca, formando dos circuitos: los Yanquis en La Pradera, Astros en Venoco, San Luis en San Joaquín y los Marlins en Guacara.

Cuando llegué a Guacara, Carabobo, estaban calentando. Me vieron y me saludaron los que me conocían como el tío: «Epa tío», «tío, tío bendición». De inmediato vi que algunos tenían cara de cañón, entre ellos Jesús Timaure: lo habían bajado del cuarto a quinto bate porque iba a debutar un peloterito de 16 años que además sentó a Luis Ugueto en el short stop. ¡Qué arrechera!

Jugaban contra los prospectos de los Astros de Houston donde estaban, entre otros, Johan Santana, Wilfredo Rodríguez, Donaldo Méndez  y otros que luego jugaron grandes ligas.

Primer turno de Miguel: línea sobre la cabeza del right field contra la pared, doblete…. «Nooo, así cualquiera, una lisa cómoda afuera…» se deslizó el comentario que desde el dugout llegó a mis oídos.

Segundo turno de Miguel: batazo contra la barda del center, doblete… «Le vino con una curva mansa», se escuchó nuevamente el comentario entre los peloteros sentados en el dugout.

Tercer turno: batazo por el left field que fue a tener a la mata de mango que hacía sombra por allá lejos, lejos de la pared de la izquierda. Todos en el dugout viéndose la cara porque ya la excusa no les cabía ni a ellos. Mientras Cabrerita trotaba las bases, Josman Robles, el manager, se voltea y me grita riéndose: «¡Ese no juega más en esta liga!».

Había sido una demostración contundente, bateando curvas o rectas sin el mayor esfuerzo, al primer swing, sacando el bate de adentro hacia afuera, moviendo las manos a la velocidad del rayo. A las de afuera para el right field, a las del medio para la pared del centro y a la pegada cógela…..

Sus entrenamientos comenzaron y el coach de infield, Ernesto Gómez, veía cómo aquel muchacho relajado cogía los rollings por entre las piernas y tiraba un cañón para primera y se reía. Jugaba al beisbol natural, como en sus ligas menores, en los nacionales. Se había adelantado a los tiempos intuitivamente quedándosele atrás a la curva, mandando la pelota adonde el swing natural le decía.

Un día llegó tarde al campo y Josman le dijo que tenía que trotar una hora, como le exigían  a los demás. Él contestó que no había hecho nada malo, que lo agarró una cola; se armó el lío y el papá se lo llevó. Al otro día había una especie de golpe de Estado en la granja de entrenamiento: nadie quería correr…

Los Marlins entendieron que este problema debía resolverse de otra manera y crearon un minicampo para sus superprospectos, entre ellos Josh Beckett, pítcher derecho más valioso de la serie mundial de 2003; Dontrelle Willis, pítcher zurdo, Justin Wayne; pitcher derecho; Adrián González, primera base, y otros exclusivos que hicieron posible ganar la Serie Mundial. Era el campamento de los nuevos supertalentos de los Marlins y tuve la suerte de ir al Sprint training en Melbourne, Florida y conocer a esos chicos especiales cuyos físicos hercúleos hacían rechinar los spikes en el concreto del dugout. Cada mano que apretaba me recordaba la diferencia de talla y peso, pero fue espectacular recibir de Miguel, con su  sonrisa llana, aquella chaqueta-sudadera negra por su amistad con mi sobrino con la que aún troto cuando puedo.

Luego el mundo del beisbol lo conoció en 2003, cuando siendo un muchacho de 20 años soportó la presión de un Roger Clements y su recta pegada en plena Serie Mundial contra los Yanquis. Un Cabrerita colocado como cuarto del line up, a pesar de su inexperiencia –apenas había jugado media temporada- y ubicado en el left field, fuera de su posición natural de SS, ocupado por Álex González, ni la tercera, su futura posición donde estaba otro caballo llamado Mike Lowell.

Aquel muchacho que ahora creó un grupo exclusivo en grandes ligas: +3.000 hits, +500 HR; +300 de promedio; triple corona (primer latinoamericano), llegó al beisbol profesional y siguió jugando relajado, natural, sonriendo. Se le hizo fácil y como dijo una vez Oswaldo Guillén: cualquiera no se la pasa riendo con esos números.

Hoy Miguel Cabrera, entre los mejores de todos los tiempos en la pelota, nos deja su legado repleto de virtudes en el deporte. Desde que se sentó a compartir con sus compañeros novatos en la mesa del comedor de los Marlins en aquel año 1999 sin ofuscarse por su superioridad, compartiendo su sonrisa venezolana, no ha dejado de traer alegría con su talento, convirtiéndose en un auténtico ejemplo deportivo y de venezolanidad.

 


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