América Latina está hoy peor que hace tres años. Los efectos económicos de la pandemia fueron devastadores y la recuperación ha sido más lenta que en otras regiones. Para más la invasión a Ucrania amenaza con reducir las ya baja tasa de crecimiento proyectada para este año.

¿Por qué esta situación no ha llevado a un brote de protestas como el de 2019, cuando en varios países la gente salió a las calles a quejarse de problemas que la pandemia agravó significativamente? Esta pregunta es difícil de responder porque las protestas son fenómenos demasiado complejos como para establecer una ley de causa y efecto. Pero parte de la respuesta podría estar relacionada a la migración: la gente ya no está protestando sino migrando. La migración quizá se ha convertido en una válvula de escape que ayuda a liberar presión para que el descontento social no se desborde a las calles.

Antes de adentrarnos en este tema, rebobinemos al año anterior a la pandemia.

El 2019 fue un año turbulento en América Latina. Una ola de protestas sacudió a varios países, incluyendo Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. En cada país la gente salió a protestar por motivos distintos, pero el telón del fondo era más o menos el mismo. A principios del milenio, la región experimentó una década de extraordinario crecimiento económico que sacó a millones de la pobreza. Pero esta bonanza, propulsada en gran parte por los altos precios de las materias primas, terminó alrededor de 2013 y el crecimiento de la región se estancó durante los siguientes cinco años. Muchos latinoamericanos que habían ascendido o estaban a punto de ascender a la clase media se vieron otra vez en aprietos, lo cual generó una frustración que fue acumulándose hasta provocar el estallido de protestas de 2019.

La pandemia y los confinamientos, que redujeron la libertad de movimiento, acabaron con las manifestaciones ese año. Pero en el ínterin la peor pesadilla de las clase media emergente se hizo realidad. El COVID-19 hundió a la región en la peor recesión que ha padecido en dos siglos, devolviendo a millones de personas a la pobreza y evaporando todos los avances sociales que se habían logrado durante la década de bonanza. La pandemia también tuvo consecuencias devastadoras en la salud y la educación, sobre todo en los sectores más pobres. No hubo una región en el mundo tan afectada por la pandemia como América Latina.

Ante este panorama muchos observadores, incluyéndome, esperaban más protestas conforme se fueran relajando los confinamientos. Pero, con algunas excepciones como Colombia y Cuba el año pasado y Perú este año, eso no ha ocurrido.

Lo que sí ha ocurrido es un aumento importante del número de personas que migran a otros países. ¿Cuán importante? Entre las cifras más reveladoras están, por supuesto, las de la frontera sur  de Estados Unidos. El pasado año fiscal las autoridades estadounidenses capturaron a más de 1,7 millones de personas cruzando ilegalmente la frontera. Desde que se comenzó a llevar registro, no se habían interceptado a tantos migrantes. La mayoría de estos migrantes vienen de México y el Triángulo Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala). Pero un porcentaje creciente viene de otros países como Venezuela, Haití, Ecuador, Cuba y Nicaragua.

¿Hay una relación entre estos números y el hecho de que los latinoamericanos no están tomando las calles como antes de la pandemia a pesar de que la situación hoy es mucho peor? El caso reciente de Perú, donde la gente salió a manifestar por la inflación y los incrementos en los precios del combustible, demuestra que, aunque la región ha estado relativamente tranquila, esto podría cambiar radicalmente de la noche a la mañana.

Pero no sería irresponsable especular que la migración se ha convertido en un mecanismo que compite con las protestas para canalizar la frustración y el descontento social. Las dos grandes crisis migratorias hemisféricas —la de Venezuela y Centroamérica— quizá han tenido un efecto difícil de detectar y cuantificar. Mucha gente que antes no veía migrar como una posibilidad ahora considera la migración una de las principales alternativas para escapar de sus problemas. Millones de migrantes desplazándose a lo largo de la región han contribuido a «normalizar» el acto de migrar.

Con este argumento no quiero subestimar las situaciones extremas que llevan a la inmensa mayoría de personas a abandonar su país y confrontar un futuro incierto. Solo decir que en los últimos años quizá ha cambiado la manera como muchos latinoamericanos ven la migración y ese cambio, a su vez, ha tenido un efecto en la manera como las sociedades canalizan su descontento.

Lo malo es que la presión social obliga a los gobiernos a cambiar, corregir y rectificar. Migrar es una decisión perfectamente racional para un individuo o una familia. Pero para una sociedad es una tragedia que sus ciudadanos ventilen su frustración abandonando el barco porque no sienten que tienen el poder para enderezarlo.

@alejandrotarre


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