Colombia lleva en menos de 5 años dos crisis inmensas de migración. La primera la generó el magnífico gobierno de Nicolás Maduro, y que comenzó mucho antes de las sanciones, al que nuestro Presidente Gustavo Petro tanto admira. Salieron más de siete millones de venezolanos, la mayoría cruzaron por Colombia con destino a otros países, y por lo menos 3 millones se quedaron en mi país.

La segunda, que es un subproducto de la primera pues los venezolanos siguen saliendo, tiene que ver con las crisis de Argentina, Perú, Venezuela, Ecuador y Colombia (más de 500 mil colombianos salieron del país para no volver en el último año). Además de los migrantes de estos países, muchos venezolanos que se asentaron en otras naciones de la región y no lograron resolver su situación arrancaron de nuevo hacia el obvio destino, Estados Unidos –no Cuba querido Petro a ese paraíso nadie quiere ir–.

El paso por el tapón del Darién, que debería haber sido una carretera pero tanto acá como en Panamá seguimos empeñados en no hacerla, es hoy lo que hace unos años era el puente Simón Bolívar entre Venezuela y Colombia. Miles y miles de personas pasan diariamente por esta zona selvática con todos los peligros, además de las mafias que lo manejan, que esto conlleva.

Obviamente a esta diáspora se suman miles más que a diario se van de los países centroamericanos con el mismo destino –Estados Unidos– creando la crisis en la frontera que hoy ya se convierte en uno de los temas fundamentales de una campaña electoral que ni siquiera ha comenzado en forma. El pasado martes Donald Trump dijo que iba a realizar la deportación masiva más grande de la historia de Estados Unidos y que además iba a acabar con el «problema».

No quiere esto decir que los demócratas tengan una propuesta distinta pues si vemos los hechos quien más latinos deportó en la historia de Estados Unidos fue Barack Obama. Ni Trump en sus cuatro años llegó a deportar tantos ciudadanos como lo hizo Obama en su segundo período así que el panorama en este sentido es poco favorable para ser optimistas.

Lo que es incomprensible pues la migración ordenada debería ser parte de esa política exterior hacia la región que le permitiría a Estados Unidos tener un gran instrumento de influencia y, de paso, suplir la mano de obra que hoy necesita en muchísimas industrias. Sin contar el envejecimiento de la generación de los baby boomers, la más numerosa generación en Estados Unidos, industrias enteras hoy tienen una crisis inmensa de trabajadores. En la industria manufacturera hay un déficit de 690 mil personas, en la industria médica en empleos de bajo costo va a llegar a 3.5 millones de personas en cinco años. No hay trabajadores sociales, no hay profesores, no hay conductores de camiones y hasta tienen déficit en las fuerzas de policía.

Desafortunadamente el discurso contra la migración da votos. La mayoría blanca que tenía Estados Unidos –el blanco protestante anglo sajón o WASP en inglés– y que va a ser minoría o ya es minoría dependiendo de la definición, tiene unos temores que ese discurso incentiva y potencia. La comunidad latina hoy ya es la primera minoría con cerca de 63 millones de habitantes, el 19 por ciento de la población. En 1980 era el 7%, 14.8 millones, luego la hispanización o latinización de Estados Unidos es evidente.

La última gran reforma migratoria se dio durante el gobierno de Ronald Reagan, un presidente republicano que si bien era muy conservador tenía un pragmatismo y una popularidad que le permitió tomar esa decisión. Tenía como principal aliado en la otra orilla a un gran político liberal demócrata de la vieja guardia Tip O’Neill. Hoy no hay un Reagan en la escena, ni nada que se le parezca y Biden, que es de la cuerda de O’Neill, tampoco es capaz de dar ese inmenso y difícil paso político.

Pero soñar no cuesta nada. ¿Se imaginan una política de migración ordenada sobre la base de intereses comunes y de políticas que refuercen la democracia? Un país no democrático no participará de una política de esa naturaleza. Un instrumento de ese tipo podría ser la zanahoria más apetecida del continente que generaría un camino de beneficio común y de expansión de libertades.

Lo que sucede hoy es el peor de los mundos. Ganan los mafiosos que manejan esa industria y ganan los dictadores y los populistas. Los primeros incentivan ese desplazamiento como sucede en Venezuela y en Nicaragua pues son menos bocas que alimentar y más remesas para recibir. Y los segundos al romper los paradigmas de estabilidad económica y seguridad jurídica –que serían prohibidos en una política de esta naturaleza lo que le elevaría el costo– crean las condiciones que generan esa migración ilegal.

La sensatez hoy no parece hacer parte de la política en Estados Unidos y en general en todo el mundo democrático. Cómo estaremos de mal que la democracia más grande e importante del mundo, Estados Unidos, puede tener una elección presidencial con un candidato de más de 80 años con problemas cognitivos y otro con cerca de 80 y condenado por varios crímenes.

Así las cosas, no esperemos en la región nada nuevo o positivo de la elección que viene. Por lo menos con los candidatos que hoy parecen ser los más opcionados. El discurso contra la migración va a ser una de las banderas más importantes de este debate electoral. Ya veremos quien es el más duro en ese sentido. Trump ya arrancó y puso la vara muy alta. Esperemos lo peor.

Artículo publicado en La Silla Rota


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