«El mundo de la literatura, el mundo del arte, es el mundo de la perfección, es el mundo de la belleza» (Mario Vargas Llosa)

Recuerdo las mañanas de los sábados cuando tenía dieciséis años. Sin lugar a ninguna duda, eran el momento mágico de la semana. Confluían varios factores. De entrada, mi hermano Javier y yo estábamos solos en casa, ya que mi madre y mi padre trabajaban en el negocio familiar.

En segundo lugar, ponían La bola de cristal . No he conocido un programa más estimulante para la creación joven que este fantástico matinal dirigido por Lolo Rico. Nunca otro programa, de la televisión pública o la privada, nos hizo soñar tan alto, nos hizo aspirar a tanto y nos estimuló del modo en que este lo hizo. Toda una generación de creadores dieron sus pasos en él y, toda otra generación, o varias, bebieron de su estimulante ejemplo.

En tercer lugar, nos juntábamos en casa con otros amigos, Carlos, Alberto y otros que aparecían por allí para entretenernos con lo que teníamos a mano. La mayoría de las veces, alguna grabadora, o, en el mejor de los casos, una cámara de video.

Muchas veces me he preguntado hasta dónde podríamos haber llegado si hubiéramos dispuesto de los medios de los que disponen los jóvenes actuales. Con nuestros escasos medios grabamos un par de cortometrajes e infinidad de chorradas que no dejábamos de inventar y que aún conservo en viejas cintas o pasadas a DVD.

Con los medios básicos, o sin ellos, no parábamos de idear. Es cierto que no éramos genios. A los genios de nuestra época les bastó con eso y con menos para alcanzar el Olimpo, pero estas generaciones del Tik Tok que ahora nos dan el reemplazo, con todos los medios a su alcance, han renunciado a la creatividad para, en su mayoría, alcanzar la fama con contenidos faltos de toda calidad.

Hay que decir, en su descargo, que si alguien está dispuesto a comprar el producto que ofrecen, la culpa es de quien lo compra. Recuerdo el ejemplo de Piero Manzoni, que tuvo la visionaria de idea de enlatar sus excrementos, bajo la denominación Mierda de artista. De esta tirada de defecaciones de Manzoni enlatadas existen 90 copias, todas ellas firmadas y numeradas, alguna de las cuales se expone en el MoMA de Nueva York, habiendo alcanzado, una de sus unidades, el valor de 275.000 euros en una subasta en Milán.

Mención de honor merece también el plátano pegado a la pared con cinta americana que se exhibió en el Art Basel  Miami Beach de 2019, obra del artista Mauricio Cattelan y que se vendió por 120.000 dólares. Tiene sentido. Supongo que quien la compró pensó que, una vez masticada y defecada, la podía enlatar y sacar 275.000 euros, como el vendedor de Milán.

Yo tengo un portátil, que un día fue operativo, al que en un arrebato atravesé con una katana. En las manos del marchante adecuado puede valer millones. Hagan ofertas. Mejor que un plátano pegado a una pared, desde luego. Además, el plátano estriñe lo suyo y ya no puedes enlatar tu mierda.

Desgraciadamente, el mercado de las cifras millonarias se ha extendido a disciplinas que, si bien son populares entre las nuevas generaciones, huelen peor que una lata de Manzoni.

Creo que, en lo referente a la literatura, no he visto una estampa más desoladora que la que pude presenciar hace algunos años en la feria del libro de Madrid. Me encanta la feria del libro, entre otras cosas, por la posibilidad de saludar a los autores y departir con ellos, incluso. Pues en estas estaba yo, un sábado por la tarde del mes de junio de un año que, si bien relativamente reciente, no puedo precisar, cuando escuché que, en una de las casetas, firmaba su última obra Umberto Eco, tristemente fallecido en 2016 y autor, entre otras muchas obras de El nombre de la rosa.

Lógicamente, me apresté a visitar su caseta, siendo consciente de que en el caso de querer obtener su obra firmada, tendría que soportar una cola importante. No obstante, eso me dio igual.

Inasequible al desaliento, me aposté en la enorme cola, organizada por la policía municipal, que probablemente mediría, al menos, quinientos metros.

Larga es la tarde de espera, sobre todo si no tienes la fortuna de que el resto de componentes de la familia amen, como tú, la literatura y, por tanto, has acudido solo a la feria. Peor aún es no haber tenido la precaución de comprar una  botella de agua o, al menos, de llevar una gorra, por si te toca una de esas tardes tórridas de junio que rivalizan con las de agosto.

Aun así, yo me sentía reconfortado, por la gran cantidad de gente joven que hacía cola allí, con el único fin de obtener, como recompensa, la firma de Umberto Eco en su último ejemplar. Desde la cola, no alcanzaba a ver al autor, pero los gritos desaforados de sus incondicionales cuando les llegaba la hora de la firma, de verdad, me ponían los pelos de punta.

Recuperé, esa tarde, la fe en las nuevas generaciones y, por un momento, la fe en el sistema educativo que, al parecer, estaba dando tan buenos frutos.

No obstante, aunque me sentía volar, cuando me llegó el turno de la ansiada firma, mi paracaídas falló, propinándome una de las galletas más grandes que me he llevado en mi vida. Una de esas de las que, si sales vivo, es de milagro.

Al llegar ante el autor, me encontré con un personaje adolescente, más bien feo, con el pelo teñido de amarillo y una gorra a lo rapero que me miró como pensando «este viene a que le firme a su hija».

Erróneamente, ante la cola antes mencionada y la calidad de Eco, me había colocado en la cola de la caseta de al lado, en la cual, por una broma del destino, estaba firmando el Rubius.

Lamentablemente, desde la caseta de al lado, Umberto Eco se miraba los pies, mientras se mesaba los cabellos pensando quién coño era el de la gorrita.

Esto, que no deja de ser una anécdota, es más serio de lo que pudiera parecer. Estamos pagando, a precio de oro, mierda enlatada, encuadernada y enmarcada. Arte efímero, para una generación efímera. Arte vacío, para una generación vacía, vacua, banal.

Esta Operación Triunfo, este Got Talent, este Masterchef, que nos prometen cantantes, artistas y genios de los fogones fabricados en tres meses es el reflejo de lo volátil, lo absurdo, de la creación actual.

Seamos exigentes. Los verdaderos artistas nos lo agradecerán. Y nosotros, que podremos seguir disfrutando de su arte, lo agradeceremos también.

Así, pues, no compren mierda de artista.

Le falta sal.


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