Calabozo de Miranda en San Felipe El Morro

Manipuladores, narcisistas, mitómanos, desleales, negadores de la realidad, incapaces de reconocer su responsabilidad, arrogantes, cínicos… No estoy enumerando patologías propias de cualquier sala de tratamientos psiquiátricos, son algunas de las virtudes que exhiben los miembros de nuestra casta política. Y es una condición de vieja data, es una herencia que arrastramos desde nuestros propios comienzos republicanos. Al decretarse la independencia de Venezuela una de las primeras acciones del Congreso Nacional fue elegir un triunvirato para que se ocupara del Poder Ejecutivo, y ese primer trío estuvo integrado por Juan Escalona, Cristóbal Mendoza y Baltasar Padrón; al año siguiente renuevan autoridades, y entonces el turno fue para Fernando Rodríguez del Toro, Francisco Javier Ustáriz y Francisco Espejo.  En aquellos días Francisco de Miranda estaba en Caracas realizando distintas labores políticas y organizativas, como bien pueden ver por los nombres acotados, él no fue tomado en cuenta.

Como era de esperarse, la corona española no iba a dejar impune la declaratoria independentista y organizó una fuerza invasora para acabar con la insurrección, y para ello comenzó a organizar sus tropas en Puerto Rico bajo el mando del nativo de Tenerife y entonces capitán de fragata Domingo de Monteverde. El veterano de las Guerras Napoleónicas llegó a Coro en marzo de 1812, con unos doscientos soldados, un sacerdote apellidado Torellas, un cirujano, diez mil cartuchos, un obús de a cuatro y diez quintales de galletas. El oficial realista llevó a cabo una serie de acciones militares que le fueron dando control del espacio rebelde. Y fue ahí cuando los republicanos se acordaron de Sebastián Francisco, que para ese momento ya era un sexagenario, y lo nombran jefe de las fuerzas patriotas, también le otorgaron plenos poderes para que detuviera al enviado peninsular.

El guerrero curtido en batallas tales como las que lideró contra las fuerzas de Sidi Muhammed ben Abdallah, sultán de Marruecos, o la planificación de la batalla de Pensacola o la reconquista de las islas Bahamas al imperio británico, que participó en los combates de la revolución francesa, el amigo de George Washington, de la zarina de Rusia, el admirado por Napoleón, aceptó el encargo. Una tarea a la que le enviaron atado por la intolerancia, la imprevisión y el caciquismo de quienes debían subordinársele. La sucesión de derrotas de sus oficiales, la incapacidad manifiesta de ellos para enfrentarse a las fuerzas restauradoras, lo hizo pactar con el enemigo una capitulación que él pensó sería caballerosa.

En un memorial que dirigió el 8 de marzo de 1813 a la Real Audiencia de Caracas, desde las bóvedas del Castillo de Puerto Cabello, se puede leer: “Ratifiqué con mi firma un tratado tan benéfico y análogo al bien general, estipulado con tanta solemnidad y sancionado con todos los requisitos que conoce el derecho de las gentes: tratado que iba a formar una época interesante en la historia venezolana: tratado que la Gran Bretaña vería igualmente con placer por las conveniencias que reportaba su aliada: tratado, en fin, que abriría a los españoles de ultramar un asilo seguro y permanente, aun cuando la lucha en que se hallan empeñados con la Francia terminase de cualquier modo. Tales fueron mis ideas, tales mis sentimientos y tales los firmes apoyos de esta pacificación que propuse, negocié y llevé a debido efecto. Pero ¡cuál mi sorpresa y admiración al haber visto que a los dos días de restablecido en Caracas el gobierno español, y en los mismos momentos en que se proclamaba la inviolabilidad de la capitulación, se procedía a su infracción, atropellándose y conduciéndose a las cárceles a varias personas arrestadas por arbitrariedad o por siniestros o torcidos fines!”.

Bien sabemos todos el final del generalísimo, de Puerto Cabello lo trasladaron a El Morro en Puerto Rico, para luego llevarlo al penal de las Cuatro Torres del arsenal de la Carraca, en Cádiz, donde permaneció hasta su muerte.

No se nos olvide que en la madrugada del 31 de julio de 1812 un grupo de sus subalternos, encabezados por Simón Bolívar, Miguel Peña y Manuel María de las Casas, fueron quienes arrestaron a Francisco de Miranda en La Guaira para entregarlo al español Francisco Javier Cervériz. Un nexo del que poco se ha hablado, salvo en algunos espacios académicos, es el vínculo familiar de Monteverde con José Felix Ribas, quien era su primo…   El propio Ribas dejó escrito: “Al Señor Domingo de Monteverde. Caracas y agosto 5 de 1812. Mi apreciado primo y señor:…”.  Bien dijo Ángel Grisanti que la guerra de independencia de Venezuela no solo fue una guerra civil, sino también “una guerra de familia”.

Aquellas redes han mutado y permanecen, los apellidos han cambiado pero las intrigas han sobrevivido. Aquellos Judas rehabilitados han involucionado, y se han metamorfoseado en ornitorrincos como Timoteo Zambrano, Diosdado Cabello, Claudio Fermín, Jorge Rodríguez, Henri Falcón, por nombrar apenas una muestra de nuestros días. La barbarie, el hálito caudillesco, las redes de familiares y cómplices siguen marcando la pauta. Entre Miranda y Bolívar, optamos por Simón José Antonio, los resultados aquí los tenemos.

 

© Alfredo Cedeño

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