Usted y yo, ciudadanos de a pie e hijos de una tierra ahora, y siempre, canibalizada por las castas dirigentes, se pretende ahora que sigamos como los célebres monitos: uno no ve, el otro no oye y el último no habla. Es al papel que esas cofradías del poder nos quisieran ver reducidos. En la epopeya enfermiza que se han labrado en sus cabezas, yermas de saber y copiosas en idioteces, sectarismo y oportunismos, nos ven como meras fichas para mover a su conveniencia en el momento y lugar que a sus intereses más convenga.

En esa Babia particular que se han fabricado no terminan de entender que los tres simios son una ilustración y que, a diferencia de ellos, estamos vivos. Pretenden unos que no se hable desde las tribunas que la sociedad desarrolló como mecanismos de control; por eso cierran el Congreso, crean un adefesio llamado Asamblea Nacional, el que cuando no pueden mangonear a su antojo se sacan de la manga una Asamblea Constituyente, con una facilidad que ni para cambiarse la ropa interior; también compran, o cierran o se roban los periódicos, emisoras y televisoras que no le hacen las venias que ellos imponen.

Los otros son peores, porque al ser supuestos adversarios de aquellos debieran asumir otra posición, pero estos quieren que no veamos, ni oigamos ni hablemos. Si a usted se le ocurre, por ejemplo, mencionar Monómeros, ponen cara de congoja, casi como si estuvieran pujando, y sacan una Biblia en edición del año 1500, una reliquia de la cruz donde murió nuestro Señor, unas pantaletas de Santa Tecla La Callosa y un rosario que era de San Agustín, mientras gritan a todo pulmón: ¡Calumnia, calumnia! Todo esto en medio de una algarabía de corifeos y plañideras que le acusan de colaborador del régimen, como menudo.

Al final del día, como gustan decir los estadounidenses, lo que nos queda son juegos fatuos de luces artificiales. Ellos, mientras tanto, y así como quien no quiere, juegan a mantener, como sea, los feudos que siempre han tenido desde el mismísimo siglo XVI, cuando la corona española otorgó cédulas reales, leyes y ordenanzas con las que otorgaba derechos y privilegios a los descendientes de los primeros conquistadores y pobladores. Esas élites fueron dueños de grandes haciendas de cacao, tabaco y de hatos de ganado; también de esclavos, amén de presumir de bancos exclusivos en las iglesias, donde eran llevados en sillas a lomo de sirvientes, ser llamados don o doña, escudo de armas en el frente de sus casas, así como usar bastones, sombrillas, sombrero y cadenas.

Tales castas se han acoplado a cada jefe todopoderoso, llámese rey, caudillo, dictador o presidente, otras veces mutando en medio de los disturbios ocasionales para apropiarse de la respectiva tajada a la que suponen tener derecho divino. Las ideas poco valen, la llamada derecha ha sido uno de los mayores fraudes históricos, se han limitado a dejarse amedrentar sin capacidad de confrontar la inmensa ristra de retruécanos con la que nos imponen su visión “progresista”. Mientras tanto esa izquierda casposa y exquisita, que sí sabe adónde va, se ha adueñado de todo, hasta de nuestras vidas. Ellos saben cómo tener a buen resguardo sus intereses, los otros solo pelean por quitárselos.

© Alfredo Cedeño

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