La inestabilidad que enfrentaba el gobierno presidido por Carlos Andrés Pérez le hizo comprender la necesidad de ampliar su base de sustentación. Inició conversaciones con el partido Copei. Eduardo Fernández tenía ciertas dudas sobre la conveniencia de que su partido ingresara al gobierno. Lo invité a reunirse conmigo en la residencia ministerial. Le informé sobre el creciente malestar existente en las Fuerzas Armadas. Lo hice con absoluta claridad. Su expresión de preocupación denotó que había comprendido la gravedad de la situación. Aceptó formar parte del gobierno. También conversé con Luis Piñerúa Ordaz. El presidente  Pérez le había ofrecido el ministerio del Interior y pidió tiempo para pensarlo. Hablé con Simón Alberto Consalvi y Luis José  Oropeza para que me ayudaran a convencerlo. Lo invité a la residencia ministerial y allí le expliqué situación militar. Al día siguiente se juramentó como ministro del Interior.

Las intrigas en mi contra se incrementaban diariamente. Su objetivo era lograr que el presidente Pérez me destituyera. El hecho fue aprovechado por mis detractores para hacer circular en la opinión pública mi supuesta vinculación con la sublevación militar. Esas intrigas comenzaron el mismo 4 de Febrero, cuando el presidente Pérez interrumpió una rueda de prensa que íbamos a iniciar el doctor Virgilio Ávila Vivas, ministro del Interior, y yo expresando, en alta voz, que él era el único que hablaba. La campaña en mi contra tenía distintos orígenes: el grupo cercano al presidente Pérez, un sector de los oficiales insurrectos y el comando del  Ejército. En ese grupo se encontraban los almirantes Iván Carratú Molina y Héctor Jurado Toro y los generales Carlos Santiago Ramírez y Herminio Fuenmayor, quienes llegaron a solicitar una audiencia con el presidente Pérez para convencerlo de mi supuesta deslealtad.

Esa campaña llegó a tener tal fuerza que el presidente Pérez en un almuerzo en casa de su hija Martha me dijo en alta voz: “Ochoa, permanentemente me dicen que lo destituya y no lo he hecho”. Un poco molesto le respondí: “Eso es verdad presidente, se lo agradezco, pero también es cierto que a mí me dicen todos los días que lo amarre y no lo he hecho”. El presidente Pérez se sonrió, con picardía, tomando mis palabras en broma. Yo hice lo mismo, pero consideré que debía renunciar antes de que me destituyera. Durante la siguiente cuenta le presenté mi renuncia y le argumenté que lo hacía convencido como estaba de haber perdido su confianza. Al escuchar mis palabras se levantó bruscamente y con un expresivo gesto, me dijo: “Ochoa, yo no he dudado de usted ni una pizquita”, señalando el pequeño espacio de la uña. Para convencerme aún más de su confianza, me recordó los fuertes vínculos de amistad familiar que nos unía. La conversación terminó gratamente.

El sector de los oficiales insurrectos, por su parte, hizo circular un documento, el 5 de febrero de 1992, dirigido al doctor Ramón Escovar Salom, fiscal general de la República, en el cual se señalaban 25 indicios según los cuales yo estaba comprometido en el alzamiento. Ese documento circuló ampliamente, evidenciando su objetivo político, en las universidades nacionales. En su libro, La rebelión de los ángeles, la periodista Ángela Zago los enumera. Ninguno de esos supuestos indicios resiste el menor análisis. En verdad, lo cercano de la fecha del documento con la del frustrado golpe de Estado muestra claramente que su objetivo político era incrementar las tensiones internas y generar confusión en las Fuerzas Armadas desviando su responsabilidad hacia mí. En las declaraciones, ante el juez de la causa, los capitanes Luis Valderrama, Gerardo Márquez, Ronald Blanco La Cruz, Antonio Rojas Suárez y el sargento técnico de segunda Iván Freites repitieron los supuestos indicios.

Voy  a responder solo el primero de esos indicios por ser uno de los argumentos más utilizados en mi contra: “Dar cargos en unidades importantes y cerca de Caracas a oficiales catalogados como conspiradores” (1). Los hechos se desarrollaron así: el T. C. Miguel Ortiz Contreras y yo coincidimos en una reunión social en la cual él me manifestó que Hugo Chávez y Jesús Urdaneta se sentían insatisfechos por los cargos administrativos para los cuales habían sido designados. Le respondí que les informara mi interés en conocer sus planteamientos. Después de haberlos escuchado llamé al general Rangel para pedirle que los recibiera y les diera la respuesta que considerara conveniente. En el caso del T. C. Chávez le sugerí que lo asignara a una unidad cercana a su residencia familiar, como la Escuela de Suboficiales del Ejército. En el caso de Urdaneta Hernández, solo le pedí que estudiara su caso y le diera una solución. De todas maneras, en los libros Habla el comandante y El comandante irreductible se narra lo ocurrido. Una circunstancia casual, la solicitud de baja del T.C. Julio Suárez Romero, comandante del batallón Briceño, fue la causa para que el comando del Ejército nombrara a Chávez en su reemplazo en el mes de agosto. Desconozco los motivos para la designación del T. C. Urdaneta.

En una entrevista al diario Le Monde, el sector de los oficiales insurrectos declaró: “Sí, el ministro estaba al corriente, pero no pertenecía al Movimiento Bolivariano, tenía uno paralelo. Logramos conocer de sus intenciones al infiltrar en sus reuniones a oficiales nuestros. Ellos concebían un “Plan Jirafa” que consistía en dejarnos actuar, conocían nuestras acciones, tenían identificados a los líderes, el día y la hora de nuestra operación y no hicieron nada para detener la insurrección. Al contrario, algunos oficiales pensaron que el general Ochoa era el líder del movimiento”. (2) Ninguno de ellos, a pesar de haberlos enfrentado desde el 4 de Febrero, ha presentado pruebas de la existencia del «Plan Jirafa”.  La razón es sencilla: nunca existió. Sólo buscaban confundir y descalificarme ante la opinión pública.

Mi actuación el 4 de Febrero es uno de los grandes mitos de ese día. Muchos venezolanos aún dudan de ella. La intriga ha logrado impactar más que la verdad. Afortunadamente, sus dos principales actores, Carlos Andrés Pérez y Hugo Chávez, dieron testimonio de mi conducta. Carlos Andrés Pérez, en el libro Memorias proscritas, ante la insistente pregunta de los autores sobre mi posible vinculación con el alzamiento respondió con firmeza: “Es falso que Ochoa Antich haya estado involucrado en el golpe del 4 de Febrero. Absolutamente falso. Si hubiera estado involucrado, con solo haberse  demorado cinco minutos en avisarme me hubieran hecho preso  en La Casona o me hubieran asesinado. No hay la menor duda” (3). Lo repite, en el libro Yo sigo acusando. Ante la tesis del “golpe permitido” de Agustín Blanco Muñoz, responde con igual fuerza: “Hablar de algún contacto entre el ministro y los golpistas es una infamia. Hubo quizá negligencia de su parte, pero no coordinación con los golpistas”. (4)

En realidad no hubo negligencia de mi parte. Lo que hubo fue, como lo he expuesto ampliamente en estos artículos, deslealtad del general Pedro Rangel Rojas, comandante del Ejército, con el presidente Pérez y conmigo. La información que yo recibí del general Freddy Maya Cardona, comandante de la Guardia Nacional, se limitó a la existencia de un rumor sobre una posible acción de unos oficiales superiores y subalternos en el aeropuerto de Maiquetía para impedir que el presidente Pérez aterrizara a su regreso de Davos. También narré ampliamente las acciones que tomé ante la obstrucción de la autopista Caracas-La Guaira. Así mismo, el director de la DIM, general José de la Cruz Pineda solo me ratificó la información recibida anteriormente. Posteriormente, al conocer del alzamiento de la compañía del batallón Aramendi, en Maracaibo, procedí de inmediato con rapidez y acierto.

Por otra parte, Hugo Chávez en Habla el comandante, ante las insistentes preguntas de su autor desarrollando la misma tesis “del golpe permitido”, desmintió, de manera categórica, alguna vinculación mía con la sublevación militar de la manera siguiente: “Ese documento y las declaraciones de esos oficiales, las cuales, en diversas ocasiones, fueron desmentidas por mí, provenían de dos fuentes: una, del intento de un sector de los capitanes de confundir, de dirigir la investigación hacia el propio Ochoa, de tratar de despistar. Y, por otro lado, un grupo de ellos había sido manipulado, de eso no tengo la menor duda, y llegaron a pensar que de verdad Ochoa Antich tenía un compromiso conmigo y que nos había traicionado. En ese grupo de denunciantes se encuentran los capitanes Luis Rafael Valderrama, Gerardo Márquez, Ronald Blanco La Cruz y el ya nombrado sargento Freites” (5).

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Notas:

Con estos 6 artículos he querido presentar a los lectores, en beneficio de la verdad histórica, un resumen del contenido de mi libro Así se rindió Hugo Chávez. Espero haber logrado el objetivo. Su copia virtual está  a la orden para quien tenga a bien requerirlo.

En el artículo V de esta serie me referí, erróneamente, a la actuación del T. C. Francisco Arias Cárdenas. Varios amigos y algunos compañeros de armas me han hecho ver que cometí un error. Los hechos se desarrollaron de manera diferente: El T.C. Arias tomó el helicóptero asignado al comando de la Primera División de Infantería, obligando a su piloto a tripularlo, y sobrevoló el Cuartel Libertador. Al hacerlo, percibió que ese cuartel había sido recuperado por fuerzas leales al gobierno constitucional. De inmediato se dirigió hacia la base Rafael Urdaneta, en la cual, de manera inexplicable, le facilitaron un avión Bronco para viajar a Caracas. Al llegar a la base Francisco de Miranda fue detenido. Esta nueva realidad también me obliga a modificar mi apreciación sobre su conducta: ella fue ineficiente militarmente e irresponsable, pero no cobarde.


1.- Zago, Angela, La rebelión de los ángeles, Warp Ediciones, Caracas, 1998, pp. 158,159;

2.- Jiménez Sánchez Iván, Los golpes de Estado desde Castro hasta Caldera, Corporación Marca. Caracas, 1996, p. 249;

3.- Hernández Ramón y Giusti Roberto, Memorias proscritas, Libros El Nacional, 2006, p. 368;

4.- Blanco Muñoz, Agustín, ¡Yo sigo acusando! Habla CAP, Cátedra Pio Tmayo,  pp. 634, 305;

5.- Blanco Muñoz, Agustín, Habla el comandante, Fundación Pío Tamayo, Caracas, 1998, ´pp. 265, 266.

 


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