Abel Franco en Japón, 1983. De pie, el segundo de izquierda a derecha

«Tú eras un hijo de la tierra / moviéndote en la tierra, en las ciudades, / en los campos, hundido en tus solitarios recuerdos, / bajo los vientos que barren los anchos arenales del crepúsculo»

            Vicente Gerbasi

Con los primeros calores del mes de junio, la conciencia de mi padre se fue apagando. El día once, sobre una cama estrecha y desaliñada, los avatares de la pandemia y una silenciosa alteración diabética unieron fuerzas para apartarlo de este mundo. Tenía 56 años.

Lo siguiente que vi de él, atribuible a la distancia que nos separa, fueron sus cenizas. La fotografía de una sobria cajita de pino, reposando en un altar cubierto de flores y de inciensos. Mientras la evoco, puedo sentir cómo emana de esa imagen el sutil perfume de las cosas que ya no son, y con ello, la magnitud entera de una vida se manifiesta ante mis ojos. Vida grande y bonita que sin duda merecía un final mejor, sin dolencias y sin nostalgias.

Desde entonces me ha tocado, por supuesto, cargar con mi tristeza, sopesar el duelo que me corresponde al haber perdido en lo lejano a un ser amado, y convivir con las emociones que emergen y se avivan, iluminadas por el resplandor involuntario del recuerdo.

Tras varias semanas sin leerle, sin gozar del privilegio de escuchar su voz, comencé a recibir muestras de afecto y solidaridad que todavía me sorprenden: una misiva del embajador del Japón en Venezuela, el señor Kenji Okada; una carta de condolencia de puño y letra del presidente de la Federación Internacional de Sumo, Hidetoshi Nakata; un aluvión de correos, cadenas de texto y mensajes de audio provenientes de Rusia, Ucrania, Polonia, Alemania, Uzbekistán, Bulgaria, Estados Unidos, Colombia, Brasil, Uruguay; la franca simpatía de vencedores olímpicos, campeones mundiales y figuras de todas las disciplinas, y, desde luego, el sincero dolor de sus «incondicionales». En síntesis: la afirmación impresa de que mi padre fue alguien, existió, aún más en la memoria de quienes fueron y serán siempre sus amigos. Y yo, que fui y seré siempre su hijo, quisiera compartir con ustedes un pequeño retazo de su historia.

Los primeros pasos

Abel Leonardo nació en Maracay el 8 de diciembre de 1964. Fue el mayor de cinco hermanos llamados Osbel, Mabel, Yosbel y Noel —maravillosa asociación de consonancias, ¿no creen?—. En el humilde barrio de su infancia conoció la disciplina y la carencia. Como cualquier niño venezolano de origen modesto, aprendió enseguida a resolver con poco. Mas su ambición, que excedía por mucho sus circunstancias, le señaló tempranamente otro camino, uno en donde su energía, fortaleza y aptitud física lo eran todo. Esto es: el camino deportivo.

Mi abuelo, inteligente y despierto como ninguno, encargó el desarrollo de estas cualidades a Valdemar Hidrobo, que en ese entonces dirigía un austero club de lucha infantil en los predios del Arsenal Militar, al oeste de la ciudad. Allí principió Abel su entrenamiento como luchador olímpico en las variantes libre y grecorromana. En la escuela del colchón mohoso y cubierto de aserrín, de la lona encerada amortiguando las proyecciones, del rigor metodológico y de la rigurosidad constante. Todos los alumnos de Hidrobo estudiaban a la mañana y practicaban, sin descanso, por la tarde. Estaba prohibido descuidar los estudios, anteponer los gimnasios a las aulas, pues lo valioso, lo significativo, era generar atletas íntegros, de los que triunfan con el cuerpo sin ignorar los consejos de la mente.

Años después vino el «Poli», un campus de 9.500 metros cuadrados repleto de salones, piscinas y canchas cubiertas. La colchoneta sin espuma, la ventana rota, el áspero aserrín, parecían ahora símbolos difusos de un tiempo pasado y oculto bajo el tatami reluciente, con su aspecto cuadriforme y su núcleo circular. Cada mañana abría las puertas el profesor Máximo Ortega, una auténtica leyenda del oficio, más parecido a un personaje de Hemingway que a un ser humano real: exboxeador, oscuro de piel, fornido, severo en el deber y minucioso en la enseñanza. Gracias a él mi padre optimizó sus resultados, mejoró su resistencia, velocidad y flexibilidad; perfeccionó su técnica, y en lo sucesivo, coronó su joven frente de hermosos laureles: Campeón Panamericano de Lucha en 1979, Campeón Mundial de Grecorromana y Subcampeón de Estilo Libre en 1980, Subcampeón del Caribe y Atleta del Año en 1986, Atleta Aragüeño de la Década, y pare usted de contar.

Algunas desilusiones

En 1981, sus logros le hicieron acreedor de una beca completa en la universidad neoyorquina de Albany, donde empezó a cursar el pregrado en ingeniería. Dos anécdotas me vienen a la mente en este momento, ambas de aquella época. La primera ocurrió en una clase de informática, cuando el docente le pidió encender la computadora que tenía enfrente. En sus labios de pintoresco maracayero el cuento era, por cierto, bastante simpático:

—¡Yo nunca había usado un «perol» de esos! —solía decir— Mucho menos los de IBM que pesaban como doce kilos y había que prenderlos halando un suiche por un lado y girando un botoncito por el otro.

—¿Y entonces qué hiciste? —preguntábamos sonrientes mi hermana y yo.

—Nada. Me quedé mirando la pantalla hasta que se me acercó un «carajo» y me explicó bien la «vaina». Habrá pensado: ¡Qué bruto el «latino» este!

Y risa «pa’» acá y risa «pa’» allá.

La segunda anécdota tuvo lugar meses después. El gobierno norteamericano, a través de la Secretaría Universitaria, le ofreció representar a Estados Unidos como parte del equipo de lucha en los Juegos de Verano de 1984, a celebrarse en Los Ángeles. Mi padre declinó la oferta, aduciendo que él era venezolano y que por lo tanto sólo podía representar a Venezuela. Lo cierto es que nuestro país no envió luchadores a ese evento y el único honor que le faltaba, la gloria incalculable del podio olímpico, se diluyó entre sus manos como un sueño. Un mal día—sabrá Dios por qué— alguien decidió suspender su beca. No hubo justificación ni aviso previo, sólo un silencio irresponsable. Esa noche mi padre la pasó en el aeropuerto, incomunicado, nervioso y sin un dólar en el bolsillo. De no haber sido por la intervención inesperada, casi milagrosa, del voleibolista Oswaldo «Papelón» Borges, su regreso a la tierra natal se hubiera complicado más de la cuenta.

Ahora, yo sé, porque lo vi en su mirada en múltiples ocasiones, que aquella situación produjo en su espíritu una gran desilusión. Sé, de hecho, que anhelaba contemplar una vez más las frías calles de Guilderland, los amplios corredores del Uptown Campus y la vibrante y colorida fuente principal, que en vísperas de Pascua anunciaba la llegada del Spring Break. Aun así, continuó su rumbo, a golpe de tesón, esfuerzo y excelencia: fue oficial de la Aviación, supervisor de ventas en Fiat y PepsiCo Internacional, Técnico Superior en Mercadeo, dirigente deportivo de alto rendimiento y fundador de las federaciones nacionales de Sambo y Sumo. En fin, de todo, «como en botica».

Los grandes objetivos

Pero he aquí lo genuinamente curioso de este relato: hasta hace poco todavía creía que la grandeza de mi padre residía en sus logros materiales, en las victorias obtenidas y no en las derrotas que, sin menoscabo alguno a su dignidad, transitó en forma casi paralela. En realidad, fue en medio de la zozobra, la injusticia y la desesperanza donde más se evidenció su voluntad. Habiendo nacido en la pobreza, jamás permitió que su origen lo determinara o guiara en su destino. Salió del barrio a punta de empeño y del mismo modo se mantuvo fuera de él. Recuerdo que hace años discutimos por algo que hoy me parece una muchachada: él estaba trabajando de taxista y a mí me resultaba escandaloso que un hombre tan preparado e inteligente arriesgara su integridad de esa manera. Mi papá me enseñó ese día, no con las palabras —que igual se le daban pésimo— sino mediante el ejemplo, que no hay labor, quehacer o cargo pequeño. Pequeño es el que roba, el que teniendo dos buenos brazos y dos fuertes piernas prefiere salir a delinquir, el que no confía en sí mismo ni en su propio potencial. No el taxista con título superior ni el lavacopas con doctorado. En la actualidad no sólo creo en esto; lo profeso.

Justo antes de fallecer, mi padre manifestó su oposición, como dirigente federativo, al inefable Eduardo Álvarez, presidente del Comité Olímpico Venezolano. Hizo bien. Álvarez, como buen ladrón resentido, le inició una demanda insostenible desde el punto de vista jurídico, pero como ya sabemos, para la tiranía la ley no es otra cosa que papel pintado. Bueno, señor Álvarez, ahí tiene usted una caja con sus cenizas. ¡Intente demandarlas!

Me gustaría cerrar esta breve semblanza sobre el hombre que conjuró mi existencia con lo siguiente:

La última vez que nos vimos fue en el año 2018. Había venido a visitarme en octubre, por mi cumpleaños. Una noche antes de su partida fuimos a un bar y conversamos largo y tendido. Me sorprendió descubrir cómo en los jardines de su memoria, durante cuatro lustros, había conseguido edificar lo que él denominó «la solución más solucionadora de todas las soluciones»: un gigantesco proyecto deportivo, inspirado en los modelos norteamericano y japonés, abocado a la producción de atletas del más alto calibre y en consonancia con un sistema educativo integral, atento a las necesidades no sólo intelectuales, sino también físicas y morales de la juventud venezolana. En resumen, mi padre me legó esa noche otro eslabón en la cadena que puede y habrá de conducirnos hacia la Venezuela Posible. Una verdadera propuesta de salvación, transformación y elevación humana a través del deporte.

Sé que los restos de mi padre flotarán en el viento hasta encontrar sosiego. Quizás en una playa de arenas blancas y aguas cristalinas, o bajo la cálida sombra de un árbol de samán. En cuanto a sus ideas; tendrán forma y lugar, materialidad y sentido. Yo me encargaré de ello. Mientras viva, él no morirá nunca.

He dicho.

@LPCompartida


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