Muy temprano llegué a la Urbanización Urdaneta, vecina de Tamare, sector petrolero de clasificación staff en la gran Tía Juana del estado Zulia. Mi hermana Elizabeth celebraría su cumpleaños dieciséis [yo tenía diecisiete]. Pese a vivir y estudiar en la ciudad de Barquisimeto, nunca faltaba a esas celebraciones familiares.

En la Urbanización Urdaneta, la mitad de los habitantes era norteamericana. En ese privilegiado lugar, meses atrás, había conocido a José Hocevar: un profesor de Filosofía de impredecible comportamiento, poco comunicativo, altivo y con  sabio discurso [según me confesaría, había sido expulsado de la  Universidad de Madrid por comprobársele vínculos con la organización terrorista ETA, Euskadi Ta Askatasuna, «País Vasco y Libertad» en euskera].

Mi madre lo odiaba, porque me obsequió ese marxiano insulto a la Humanidad e Inteligencia intitulado Manifiesto del Partido Comunista: cuya letalidad ella, sin haberlo leído, intuía. Afirmaba, con humor, que Hocevar era un enorme mostacho pegado al cuerpo de un hombre y personificaba al «Demonio». Un pariente del confeso etarra, ingeniero petrolero, y quien ejercía funciones de importancia en The CREOLE Petroleum Company [hoy todos la identificamos bajo las siglas de Pdvsa], lo refugiaba en su casa «sitiada» por norteamericanos. También la de mi padre, por supuesto, lo estaba. Mutuamente, venezolanos y norteamericanos, departíamos.

Casi a la medianoche de ese día me acompañaban, en el umbral de la casa de los Jiménez Ure, mi novia Sally Turquose. Mis fraternas y cercanas amistades Laurie MacDonald, Francis Citroen, George Freud, Andy Geeb, Sandy Macarthty, José Mayers y el pintor Miguel Ángel Edo.  Queríamos escuchar Rock [The Beatles, Rolling Stones, The Who, Black Sabath, The Grand Funk] y mi hermana repetía -en uno de los ahora obsoletos tocadiscos de museo de antigüedades- los lloriqueos bolerianos de Felipe Pirela, la «música bailable» de la Billo’s Caracas Boys y Los Melódicos. Meses antes, yo había departido y bebido whisky con Ricardo Aguirre en la piscina del  «Country Club» de Tía Juana: maravillado, porque, quizá paradojalmente, me gustaban sus gaitas y él ensayaba para una fiesta de presentación de quinceañeras de la burguesía petrolera de la época [en la actualidad la llaman Petroboliburguesía]. A Ricardo, que lucía un poco ebrio, le divertía mi charla de muchacho intelectualmente inquieto e impidió que el gendarme del club [que apodábamos «Burro con Sueño»] me apartase fortuita y forzosamente del gaitero.

-«Es mi invitado, no está interrumpiéndome el ensayo» -increpó al antipático vigilante, con el cual frecuentemente reñíamos los jóvenes miembros del Country Club.

Mi grupo de  «fans» [yo lucía cantante] platicaba estupideces cuando irrumpió el [¿vasco?] etarra José Hocevar, con un barbado individuo que dijo ser Salvador Garmendia [supe que regresaba de un congreso nacional de «intelectuales y artistas revolucionarios» que organizaron, en Cabimas, Carlos Contramaestre, Héctor Mujica, Gabriel Puerta Aponte, Douglas Bravo y Alí Primera, entre otros cabezascalientescontrasistema].

Les conté, a manera de discurso preliminar de relajación, que cuando yo tenía cinco años vi a Camilo Cienfuegos y Ernesto [Che] Guevara recorrer las calles de la urbanización, solicitándole a los habitantes de la zona aportes económicos para la compra de alimentos y pertrechos bélicos que les permitieran mantenerse en la «lucha armada para derrocar al dictador Batista e instaurar la democracia en Cuba». Ocupaban un jeep descapotado, vestían uniformes grises y no portaban fusiles. Eran melenudos y barbados, lo cual me intrigó. Mi madre colaboró con un fuerte de plata, moneda que, por cierto, me gusta mucho y coleccioné.

Garmendia y Hocevar querían whisky, y fueron –rápido- complacidos. Grata y plácidamente, libaron con nosotros varias botellas marca Viejo Parra «18 años»,  de las innumerables que los superintendentes de las contratistas Boulton Company, Texaco, Shell of Venezuelan y Mene Grande Oil Company le obsequiaban a mi padre, supervisor de pozos de extracción, y que él, huraño, almacenaba.

Casi al amanecer, le confidencié a Garmendia que yo escribía cuentos y novelas breves. Hocevar estaba enterado de mi vocación literaria e intentaba convertirme al terrorismo, enseñarme la inducción telepática «de ideas y actos revolucionarios», de cuya praxis se jactaba.

A Garmendia y José Hocevar les dije que mi grupo de yankees solía imputarme el supuesto delito de ser un iluso y joven «comunista», influido por libros de Filosofía que extramuros académicos estudiaba. Me reprochaban mis interrogantes de naturaleza política. Me lastimaba advertir las miserables viviendas que habitaban numerosas familias de venezolanos, rezagadas de la riqueza nacional, y que vivían en la periferia de las militarmente resguardadas urbanizaciones del staff petrolero [ranchos que yo, afligido, examinaba en motocicleta acompañado por algunos desalmados norteamericanos].

En inglés, para que mis amigos norteamericanos supieran de qué asunto conversaba con los visitantes, les informé a Hocevar y Garmendia lo que aquellos hijos del imperialismo solían decirme:

-«You are a stupid and jurist man that love the communism –all time, they say me-. We have the technology. But, you are a genious writer of short stories. You need forget these bad idea: yes, my friend, forget to the Venezuelan people. You will be a important of narration man in other place. You have to go to Unites States».

Al siguiente día yo debía, de prisa, superar la resaca para retornar a Barquisimeto. Mi madre, que leía diarios regionales y frívolas revistas caraqueñas, me preguntó por qué El Maligno [Hocevar] vino a nuestra casa con Rasputín a sabotear la fiesta de Elizabeth. Empero, con apagada voz, añadió:

-«Pienso que es un escritor famoso, he visto su fotografía en el diario Panorama».

Poco tiempo después, mi padre, que me cuestionaba mi beatleriano aspecto y que fuese un adolescente melenudo, convino -avergonzado de su extraño hijo- enviarme a Estados Unidos. Al regresar a Venezuela, me hospedé varios días en el área del bulevar de Sabana Grande [Caracas] y me comuniqué con un primo que estudiaba arquitectura en la Universidad de los Andes. Él me persuadió para que me estableciese en Mérida. No me arrepiento de haberlo hecho.

Una mañana, cuando ejecutaba uno de mis habituales paseos matutinos bajo la extinta neblina merideña, me reencontré con el «príncipe de legión» Salvador Garmendia. Lo flanqueaban el poeta y su inseparable amigo Enrique Hernández D´ Jesús [hermano de José Gregorio Hernández D´ Jesús, [«El Gollito»] y el internacionalmente afamado escritor-titiritero Javier Villafañe. Parecían trasnochados. Me presentó ante aquellos «luxferianos» como joven e inédito escritor  «pro yanquees», calificativo que me incomodó porque yo sólo he sido –toda mi vida- un librepensador. Instancia extrema, habría preferido que les dijera que era un escritor inédito con tendencias anarquistas porque admiraba a Proudhon, su ensayo ¿Qué es la Propiedad?: Pierre J., ex camarada de Karl Marx y defensor del mutualismo, también la abolición de los ejércitos. Y sentía regusto por las novelas de Albert Camus [El Extranjero y La muerte feliz;], por las ideas de Dostoievski insertas en su libro Crimen y Castigo, por Henry Miller [Primavera Negra] y por el pensamiento de Schopenahuer [cuyo Arte del Buen Vivir todavía releo].

Supe que estaban adscritos a nuestra vetusta, venerable y  prestigiosa Gran Madre: la Universidad de los Andes. Formaban parte del grupo de intelectuales y artistas que fueron reclutados por el Rector Magnífico, nuestro recordado Pedro Rincón Gutiérrez, para que fundasen la Dirección de Cultura, el Departamento de Cine, Publicaciones, Centro Experimental de Arte, Escuelas de Teatro, Música y Danza. Y La Galería La Otra Banda. A causa de sus actividades y estrechos vínculos con Gabriel García Márquez [quien vivió y trabajó como periodista en Caracas] y Miguel Otero Silva [exitoso novelista, empresario y dueño del diario El Nacional], los intelectuales y artistas de la ULA generábamos muchas noticias, que redactábamos en una edificación con pisos de madera [la emblemática Casa de la Cultura «Juan Félix Sánchez»]. En esos quehaceres, también conocí a la escritora Mary Guerrero: como yo, ejercía el «periodismo institucional»: ella integraba la nómina del Rectorado y yo, poco tiempo después, la del Consejo de Publicaciones. Hacía tiempo que el pintor y cineasta Leopoldo Ponte Carrillo [casi dos décadas después nombrado director de ULA-TV] y yo habíamos fundado la revista de arte y literatura Punto de Fuga, bajo cuyo sello editorial publiqué Espectros: mi primer libro de cuentos, a la edad de 24 años, con el apoyo de empresas privadas y los talleres gráficos de la Universidad de los Andes.

Digo redactábamos porque también fui contratado por Don Pedro Rincón Gutiérrez para que asistiera a Carlos Contramaestre y Benedetto [sugerencias del filósofo argentino Alberto Garrido, Salvador Garmendia y el titiritero Javier Villafañe] para crear una oficina de prensa institucional e igual redactar el «acta de fundación» del Consejo de Publicaciones de la Universidad de los Andes, editorial que, en 1979, me publicaría mi segundo libro de cuentos titulado Acertijos.

El gran magma Edmundo Aray era director de cultura y el ambiente universitario se agitaba a causa de la profusión de eventos relacionados con artes y letras, los congresos internacionales de intelectuales que organizaban y en los cuales conocí al sacerdote rebelde Ernesto Cardenal, a Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Benedetti, Ángel Rama, Marta Traba, Tomás Eloy Martínez y Mario Vargas Llosa [quien, por cierto, igual que mi madre, decía hallar semejanzas físicas entre Salvador Garmendia y Rasputín]. Recuerdo que durante uno de esos congresos, el extinto amigo y pintor Guillermo Besembel [presidente del Partido Comunista de Mérida] me entregó una planilla para que la llenase con mis datos personales y me adhiriese al partido. Petitorio que rehusé.

En Caracas, los periodistas Julio Barroeta Lara, José Pulido y Ramón Hernández, de El Nacional, me presentaron a Miguel Otero Silva y Ramón J. Velásquez [director, en ese momento]. Por invitación suya, me convertí en uno de los columnistas de la Página A-4 [Editorial] del influyente matutino. Mediante el crítico de arte y poeta Juan Calzadilla, igual conocí a Carlos Rangel y Sofía Ímber en el Museo de Arte Contemporáneo [eran directores de las «Páginas Culturales» de El Universal y me pidieron que colaborara con ellos enviándoles ensayos o críticas literarias].

El rector Rincón Gutiérrez pidió a Luis Carlos Benedetto la organización formal de la Oficina de Prensa Institucional de la Universidad de los Andes. Los magíster en fotografía «Gollito» Hernández D`Jesús y José [«El Flaco»] Quintero eran los galanes del reporterismo de la incipiente Prensa ULA. Chicas, incontables, acudían al laboratorio fotográfico como si se tratase de una pasarela.

Ramón Hernández, convertido en uno de los denominados «periodistas estrellas, foristas» del diario El Nacional junto con Iris Castellanos y María Josefa Pérez, frecuentaba la ciudad de Mérida y pernoctaba en un apartamento que mantuve alquilado varios años en el Sector Glorias Patrias. Éramos buenos amigos. Un tarde, en el parque próximo, sonriente, nos interceptó Roberto Giusti.  En ese lapso, periodista novato, uno de los egresados de la novísima Escuela de Comunicación Social de la ULA [Núcleo Táchira] que admiraban el impactante estilo periodístico-narrativo que Hernández exhibía en su página [una verdadera cátedra-pódium] de El Nacional llamada «El país como oficio». Recuerdo que una mañana Giusti se presentó en mi apartamento para pedirme, amistosamente, que le revisara un relato que deseaba difundir.

También tuve la grata visita de Juanín Astorga Anta, hijo del fundador de la Facultad de Arquitectura, a quien vi, por primera vez, cuando todavía no era arquitecto, en una de las aulas de la vieja sede cercana a Humanidades y Educación [de la «Avenida Universidad»: donde entrenaban caninos y  bomberos universitarios]. Estudió con mi primo Armando Acosta Jiménez, y asistí a muchas de sus clases para empaparme de la Universidad de los Andes. También me fascinaba acudir al anfiteatro de la Facultad de Medicina, ubicada en la «Ave. Tulio Febres Cordero», para presenciar cómo las chicas y chicos hacían disecciones a los cadáveres que yacían en urnas de hormigón llenas de formaldehido y que me inspiraron la redacción de cuentos de horror.

Yo era coordinador del Informador-ULA, un quincenario que se imprimía en los Talleres Gráficos Universitarios, y redactaba noticias o entrevistas que entregaba a Nelys Castillo: a Esa, a Ella, la genial Lila Morillo de OPIULA. Todos se enamoraban de aquella hermosa mujer, «Secretaria Estrella» que nuestra universidad trajo importada del diario Panorama de Maracaibo y cuya memoria me asombraba [su cerebro era, es, un directorio telefónico, una memoria USB].

Parecía una dama cibernética: mientras tecleaba la computadora con insuperable rapidez, atendía el teléfono e informaba o resolvía asuntos diversos. Pero era peligroso cortejarla, porque su marido [el gigante y fornido Brinolfo Antonio Fonseca] la cuidaba y adoraba. Director del diario Correo de los Andes, ofreció un desinteresado e inestimable apoyo a la Oficina de Prensa Institucional de la Universidad de los Andes publicándonos todas las informaciones que redactábamos y las entrevistas. Era un periodista formado en México y hombre que infundía temor a sus fortuitos enemigos. También Luis Velásquez Alvaray, profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas [director, varios años] del diario Frontera, nos daba un estimable apoyo publicándonos páginas enteras de informaciones o entrevistas. Fui su asesor cultural y de propaganda política personal.

Ya teníamos un nuevo rector, José Mendoza Angulo, cuando Roberto Giusti fue contratado por la Universidad de los Andes para enriquecer la Oficina de Prensa al mando del polémico Mauro Dávila. Ya Salvador Garmendia no vivía en Mérida. Le habían conferido el «Premio Nacional de Literatura» y escribía dramáticos para la televisión caraqueña, aparte de asesorar al recién fundado Consejo Nacional de la Cultura [Conac] que sustituyó al Instituto Nacional de Bellas Artes [Inciba] y eliminado por el gobierno «¿revolucionario?».

Hay que reconocer que Mendoza Angulo, quien tuvo al brillante arquitecto y joven profesor Juan Astorga Anta como secretario ejecutivo, fue reticente y esquivo con la Oficina de Prensa Institucional y, pese a destinarle por nueva sede a uno de los recintos de Planta Baja del Edificio Central del Rectorado,  conformó un nuevo y paralelo grupo periodístico que fundaría la revista Azul: para difundir, con inocultable éxito, las actividades académicas, científicas y humanísticas de nuestra institución universitaria.

Contrató, para tal fin, a profesionales de indiscutible talento y distintas disciplinas: Edgar Otálvora [historiador y escritor], Pedro Rangel Mora [abogado, escritor], Alfredo Angulo Rivas [egresado de la «Escuela de Historia»], Iris Castellanos [veterana periodista de El Nacional] y otras personas que no permanecieron mucho tiempo en las actividades periodísticas universitarias [diagramadores, correctores, etc.]

Mi amigo y uno de mis promotores literarios, el «ballenero-necrófilo» [fundador del bien famado grupo literario El Techo de la Ballena y quien cometió la internacionalmente difundida muestra pictórica personal que tituló Homenaje a la Necrofilia] Carlos Contramaestre, marchó a España a ejercer un cargo diplomático junto con Salvador Garmendia.

Fui transferido, al fin y para mi fortuna, por orden de Pedro Rincón Gutiérrez [que regresaba, jubiloso, al Rectorado] a la Oficina de Prensa Institucional: donde –en realidad- inicié mi vida universitaria y  donde permanecía constantemente. Y donde me instalé hasta mi «pase a retiro», por normativa laboral.

En el Edificio Central del Poder Universitario, rectores [Pachano Rivera, López Rodríguez], vicerrectores [Leonel Vivas, Carlos Guillermo Cárdenas y Hebert Sira Ramírez] y directores de Cultura [Alberto Arvelo Ramos, Eduardo José Zuleta, Eleazar Ontiveros Paolini] o Publicaciones [Contramaestre, Roberto Chacón y el propio Zuleta] apoyaron y ordenaron la publicación de mis creaciones literarias [novelas, cuentos, aforismos] y hasta un libro de entrevistas [1992] que titulé Inquisiciones [Conversaciones con políticos, académicos e intelectuales] Supe, sorprendido, que era analizado en la Escuela de Comunicación Social del Núcleo Táchira.

El Rector «Perucho», como cariñosamente lo llamábamos los universitarios y el resto del pueblo merideño [que lo apreciaba y respetaba más que a ciertos gobernadores que hemos tenido], nombró como Director al profesor y librero Martín Szinetar. Con él hicimos el quincenario El Universitario, del cual fui Supervisor. Roberto Giusti viajó a Caracas para suplir, temporalmente, a Ramón Hernández en El Nacional y fue contratado allá para quedarse. No regresó porque su admirado maestro y benefactor, Ramón Hernández, partió a Rusia para ejercer el cargo de Agregado de Prensa de la Embajada Venezolana.

Al cambio de las cosas, sobrevinieron otros rectores: Néstor López Rodríguez, por ejemplo, hombre de gran honestidad, respetabilidad e integridad académica, quien nombró Directora de Prensa a la periodista y cuentista Nancy Colina: quien lograría que a OPIULA se le dotase de modernos equipos para la realización de un mejor trabajo periodístico e ideó el quincenario Alcance. Ella reclutaría a las y los memorables periodistas Deysi Godoy Campos, Néstor Rivera Urdaneta [alias «Towy», tesista de la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Carabobo], María Eugenia Mansilla [un día se enamoró y se fue a vivir México] y Adriana Heras, que tengo por hermanas queridas y a quienes a veces les lloro cuando las depresiones me abaten, para que me restauren el Ego y la Autoestima. A los también laboriosos Igor Puentes y Rubén Darío Fernández. Esos varones del periodismo partieron de la institución durante algún tiempo, pero, excepto el rebelde Rivera Urdaneta, regresarían para envejecer, como yo lo hice, en Prensa ULA. El apacible y cortés Puentes a OPIULA, y el nervioso Fernández al Administrativo para trabajar con el Vicerrector Administrativo Mario BonucciRossini [de admirable trayectoria académica y administrativa, quién sustituyó, exitosamente, a Léster Rodríguez Herrera en funciones rectorales].

Michel Rodríguez Villenave fue elegido Rector e invistió como Director a nuestro recordado Marcos Pineda Durán, que, al morir, fue sustituido por Deysi Godoy Campos. Luego asumió el Rectorado Felipe Pachano Rivera [quien nombró primero al poeta José «Cheo» González, infaustamente fallecido, y luego a Maribel de Añez] Se mantuvo al mando durante toda la Gestión del Rector Genry Vargas. Ella acertó al reclutar como diagramador a Miguel Eduardo Peña Molina, ya convertido en un nada pretencioso Ingeniero de Sistemas. Pero fue transferido a la Facultad de Arquitectura, permitiéndosele auxiliar a Prensa ULA.

También reclutó a Dalila González, a quien un alemán secuestró amorosamente y la alejó. De vista, trato y comunicación, conozco a José Ramón Dávila: el seductor implacable de Marcela, quien fue, junto con Libia González y Libia Planas asiduas visitantes de Prensa ULA. Maribel pidió a la ex pasante Ana María Zambrano para integrarse al equipo y ella obedeció marcialmente. Y llegó para igual quedarse María Benilde Rivas, tan oficiosa y atenta.

Sin desestimar la buena voluntad de los idos, con los sucesivos rectores Genry Vargas y Léster Rodríguez Herrera frente a la «Gerencia Mayor Universitaria» la Oficina de Prensa Institucional fue modernizándose hasta transformarse en la varias veces galardonada Prensa ULA. Por el profesionalismo que exhiben sus comunicadores sociales y su magnífica revista Ulauniversidad, que difundió [junto a ULA-TV] la respetabilísima imagen de la Universidad de Los Andes en Venezuela y el exterior.

Mi hija Venus Kelly vivía ahí, al extremo que Pachano Rivera prometió darle una credencial de periodista y profetizó que un día sería Directora de Prensa de la Universidad de Los Andes [la inquieta chiquilla solía entrar al Despacho del Rector, abría las gavetas de su escritorio y le sacaba algunos de los caramelos que Pachano Rivera degusta como un niño]. Y Venus aprendió a caminar ahí. Y creció ahí. Y, curiosamente, Adriana Heras me corría de mi cubículo para amamantarla: sin ser su madre, porque ella es una muy sensible mujer y sabía que quien parió a Venus no daba leche. Que no se enfade, tardíamente, el honorable Figueroa de Heras y  demande a Venus por aprovechamiento ilícito de leche proveniente de madre ajena. Una mañana, el poeta «Cheo» González nos reunió y  expuso lo siguiente:

«-Cuando John F. Kennedy llegó a la Presidencia de Estados Unidos expresó su deseo que todas las niñas y niños, que eran hijos de los funcionarios y funcionarias de la Casa Blanca, visitaran a sus padres cada vez que lo deseasen. Gracias a lo cual, sus empleados mejoraron sus desempeños»

Casi todos nos alegramos por las palabras del poeta «Cheo» González. Mucho más yo, por cuanto, a mi juicio, una Oficina de Prensa no tiene que ser un hospicio: recinto para fomentar la urdimbre, difamar, destruir reputaciones o enmascarar sucesos. No tiene por qué confiscar el Inalienable, Humano y Universal Derecho de Amar y Anhelar Ver a Nuestros Vástagos cuando el trabajo escritural nos fatigue. Así como el «Derecho a la  Información» no admite interdicciones, tampoco el afecto de un padre o una madre y su necesidad de estar cerca de sus infantes hijos podría aceptar, vejatoriamente, deplorables y absurdas prohibiciones.

Los directores que hemos tenido se han rigurosamente encargado de mantener, impolutas, la fiabilidad y maestría periodística de quienes trabajan en Prensa ULA. Pero también el respeto por los Derechos Humanos, laborales, el dignísimo trato que los periodistas merecen en cualquier organismo oficial o privado donde realicen sus labores de comunicadores sociales.

Prensa tuvo relevos generacionales, pero, casi todos, veteranos periodistas. Y, entre ellos, un hombre de Letras: Ramiro Sánchez, José Ramón Dávila, Ramiro Valbuena, María de los Ángeles Pérez, José Abel Angulo y Danilo Figueroa. A los reporteros gráficos Ramón Pico y Lander Altuve. A Ramón Rondón, con la filmadora de ULATV. No dudo que todos son inteligentes, porque esa cualidad forma parte de la tradición e historia de la Oficina de Prensa Institucional. También ejercieron funciones en esta veterana dependencia la afable y meditabunda aseadora señora Mercedes,  y Marinel Paiva, en sustitución de la jurásica pero todavía linda abuelita Nelys Castillo.

En ocasiones, los que estamos «en situación de retiro» irrumpimos en Prensa ULA: empero, no para entorpecer las actividades laborales de viejos y nuevos amigos o amigas. Ocurre que, en mi caso personal resisto morir olvidado por seres hacia los cuales guardo infinito afecto y admiración por su maestría en el oficio y capacidad de resistencia. Escucharme cuando llego triste o alegre. Por ser corteses. También a ellos el futuro depara lo que a mi sobrevino, pero, ojalá no se rindan jamás. No he capitulado, pese a experimentar la progresiva destrucción de la Universidad de los Andes por parte del Terrorismo-Socialismo-Comunismo Doctrinal de Gobierno. Moriré alzado con mi alma escritural, sin sentirme derrotado.

@jurescritor


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