Mi abuelo me contaba la historia de un hombre, de un aventurero trotamundos, ¡qué sé yo!, que se había hecho rico al encontrar el diamante más grande del mundo: el diamante Barrabás, que pesaba la bicoca de treintaiún gramos. Nada más y nada menos que ciento cincuenta y cinco quilates. Un diamante del tamaño de un huevo de paloma.

A ese hombre le llamaban Barrabás y por eso le puso así al diamante que encontró. Era minero, tenía una bodega. Un negocito llamado La Fortuna y perdió lo que ganó triunfante con la misma rapidez con que se toma un purgante.

Esta mañana, en geografía, nos han hablado de lo rico que somos. Y en historia, desde cuándo somos ricos, gracias al petróleo y a la minería.

―¡Pero yo no veo petróleo por ninguna parte!

―Porque está en el subsuelo- me ha dicho Rafael que se sienta delante de mí.

―¡Rafa, yo lo que veo son huecos y ranchos! ¿Será que nos pasó como al trotamundos, el minero del cuento de mi abuelo que se encontró el diamante más grande del mundo?

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