El tema de las sanciones internacionales y la amenaza del uso de la fuerza siempre son objeto de controversia. Quienes imponen las sanciones y amenazan con el uso de la fuerza sostienen que tal cosa es totalmente legal porque son acciones destinadas a favorecer causas justas y valores éticos. Todo ello sin entrar a opinar sobre la licitud o no de tales posiciones.

Por el contrario, aquellos que son objeto de la sanción o víctimas de las amenazas se amparan en las nociones de soberanía, no intervención, autodeterminación y demás conceptos que siendo válidos en su conjunto no son absolutos y menos aún en estas épocas de globalización.

Hoy, aquello de que “todas las opciones están sobre la mesa” parece haberse debilitado bastante en la medida en que el verdadero significado de esa expresión –el uso de la fuerza militar– luce descartado en el escenario venezolano. Ha quedado claro en las últimas semanas que el escenario del 187.11 no es viable por cuanto se trata de un pedido que requiere ser atendido por algún país a quien se le haya solicitado y la triste verdad es que todos se han hecho los desentendidos. El escenario de la aplicación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) que aún no ha culminado su tramitación legislativa , también requiere que algún Estado o grupo de ellos se sienta requerido u obligado por el llamado a la solidaridad militar ante un ataque en la región y se resuelva aplicar la solidaridad colectiva para la defensa. Ello también precisa de la intervención de fuerzas militares extranjeras dependientes y subordinadas a gobiernos que tienen sus propios intereses y prioridades que atender. En ambos casos la lógica indica que esos posibles “salvadores” solo acudirían a “salvar” cuando se trate de sus propios intereses nacionales interpretados según la óptica de cada quien.

Lo anterior requiere descartar el uso de la fuerza y darse cuenta de que por el momento la presión diplomática y económica a través de sanciones de distinta clase es lo único que está sirviendo. En el panorama contemporáneo de hoy –sea cual fuere el juicio de valor que el caso amerite– los resultados son evidentes y muy concretos en el caso de Venezuela.

La semana que acaba de transcurrir nos brindó una lección histórica lamentable pero evidente: el caso de la flagrante humillación inflingida a México y a su muy “soberano” presidente López Obrador enfrentado a la amenaza de Mr. Trump de decretar incrementos de aranceles  graduales y crecientes a todas las importaciones mexicanas si México  no toma ciertas medidas para disminuir la presión migratoria hacia Estados Unidos. por su frontera común.

Con las protestas del caso y la indignación cierta o fingida,  lo concreto es que México tuvo que ponerse de rodillas accediendo a las exigencias norteamericanas sin chistar. No es que desde esta columna se esté condonando ni justificando la acción comentada, lo que se está es poniendo en evidencia que las sanciones y la amenaza de las mismas suele dar resultado, algunas veces con inusitada velocidad. Naturalmente tales eventos promueven resentimientos y dejan cicatrices pero…funcionan.

Igual se le puede aplicar a Irán, cuya economía está en ruinas por la misma causa, y hasta la misma Rusia, que con todo su peso político y considerable –aunque insuficiente- músculo militar y económico han tenido que reconsiderar principios que en su momento parecían inconmovibles.

Lo anterior sirve para desembocar en la terca realidad de que ni la oposición tiene fuerza para lograr un cambio ni el gobierno la tiene para continuar su rumbo. Así, pues, lo único que queda es el diálogo, que es lo que piden todos los aliados internacionales que avalan y dan fuerza al reclamo democratizador. Por esa razón apoyamos la participación en nuevos intentos teniendo claro –como ocurrió en Oslo– que no caeremos en perdederas de tiempo, como fue el caso en Santo Domingo en 2017. Discriminar qué diálogos pueden ser buenos o cuáles son malos es responsabilidad de la dirigencia política, no de las redes sociales.


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