Parecen ya lejanos los tiempos en los que un presidente de Estados Unidos del siglo XIX, Andrew Jackson, (1829-1837), señaló que los trabajos confiados a los agentes del Estado son tan fáciles que todo hombre inteligente puede adaptarse a ellos sin demora. De igual manera, parecen pensar los dirigentes políticos de algunos países que, tras la victoria electoral, proceden de inmediato a cambiar drásticamente los ministerios y organismos públicos. No solo sus dirigentes, sino también los cuadros medios e incluso subordinados.

Sin embargo, si alguna nota define especialmente las políticas públicas del siglo XXI es la complejidad técnica, auspiciada por la diversidad de agentes institucionales y ciudadanos intervinientes.

No obstante, más allá de planteamientos tecnocráticos, conviene recordar las palabras del académico y político alemán Max Weber, de cuyo fallecimiento van a cumplirse 100 años, que escribió que «toda lucha entre partidos persigue no solo un fin objetivo, sino que, también y ante todo, el control sobre la distribución de cargos».

Esta tensión entre la necesidad social de tener al frente de las instituciones públicas a personas conocedoras de los asuntos, honestas y permanentes en su función y el deseo de ocupación de los representantes legítimamente elegidos por los ciudadanos, puede ser resuelta, como demuestran los países más avanzados.

La política debe dirigir la administración, pero ello no debe suponer la ocupación indiscriminada de todos los cargos públicos.

En Uruguay, 17 países de Iberoamérica han debatido durante dos días y acordado la Declaración de Montevideo, que destaca los principales valores de una función pública profesional y hace votos por que contenga estándares de transparencia, integridad, efectividad, eficiencia, vocación de servicio, innovación.

Estos valores, ya señalados en la Carta de la Función Pública de 2003, aprobada por los países miembros del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo, define una administración pública profesional: aquella que permite el mantenimiento y funcionamiento de las instituciones del Estado aun cuando no haya gobierno, como destaca el politólogo Fernando Vallespín a propósito de la inestable situación política española.

Las características más relevantes de una función pública profesional son la selección por mérito y capacidad, la permanencia, la neutralidad política, unas retribuciones dignas, una carrera profesional y condiciones de retiro. Hay quien observa que estas características de los servidores públicos son caras, así que se necesitan presupuestos abultados e imposición fiscal considerable. La respuesta es si no es más caro para la sociedad los gastos sin control y la secuencia continua de errores y mal servicio a los ciudadanos.

Además, la Declaración de Montevideo establece cinco mejoras necesarias para la función publica profesional: mejora del comportamiento ético, mejora en la  preparación, mejora en la capacidad y competencia, mejora en el entendimiento y manejo tecnologías de la información y comunicaciones y, finalmente, mejora de la preocupación por el cambio climático y cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

La implementación de la función pública profesional requiere consensos con la comunidad política, el sector privado y la sociedad civil, para que se convierta en una política pública sostenible en el tiempo. La función pública profesional genera un valor agregado verificable en las capacidades estatales, aumenta la eficacia gubernamental y frena la corrupción, como revelan los estudios de Transparencia Internacional y del CLAD.

El objetivo no puede ser otro que el mundo iberoamericano tenga una administración pública eficaz, eficiente y democrática, en otras palabras, menos política y más administración, para acercarnos a las metas contenidas en el Objetivo 16 de los ODS: Paz, justicia e instituciones sólidas.


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