A comienzos de 1981 se realiza el primer encuentro oficial en Washington D.C. entre el presidente Ronald Reagan –quien asumía su primer mandato– y la primera ministra británica, Margaret Thatcher. En sus parabienes de recepción, Reagan habla de la crisis económica del momento, de la inflación y del desempleo que para entonces alcanzaban niveles peligrosamente alarmantes, de la agresiva expansión del totalitarismo en cuatro continentes, del auge del terrorismo desenvuelto ante el declive de las defensas occidentales, venidas a menos por su mal estado y limitada efectividad. A todo ello se añade una sobrevenida crisis de confianza entre las democracias, particularmente agobiante en Estados Unidos, donde se cuestionaba la idoneidad de sus instituciones, para muchos disminuidas ante el avance de la modernidad.

Ocho años después de aquel pesaroso discurso, el entusiasmo y energía vital del mundo habían experimentado un cambio radical: se produjo el retorno del compromiso y de la confianza en la causa de la libertad, desdoblándose aquello que Reagan calificó de “casi revolución newtoniana” en la ciencia económica. Aprendimos que el camino a la prosperidad –dirá Reagan– no es más burocracia y redistribución de la riqueza, sino menos gobierno y más libertad para el emprendedor, conditio sine qua non para la creatividad del individuo.

Francis Fukuyama quiso entonces proporcionar una explicación racional a los acontecimientos históricos registrados. Partiendo de su análisis ideológico del liberalismo económico y político, concluye que se había producido el fin de la historia –en términos filosóficos, naturalmente–, dando lugar a un rebrote de la paz universal entendida y sostenida por las democracias occidentales. Una victoria temporal de occidente que en apariencia ponía fin al debate ideológico que dio fuelle a la guerra fría –el antagonismo económico, político y militar que envolvió al mundo después de la segunda gran guerra del Siglo XX–. Tesis polémica, para algunos temeraria al sostener el triunfo definitivo de la democracia liberal sobre el totalitarismo ideológico y político que conocimos antes de la Perestroika –el proceso de cambio político implementado por el régimen soviético de Mijail Gorbachov a partir de 1985–.

Se trata pues de una visión optimista de la evolución político-ideológica y económica de nuestro tiempo, el predominio de un modo de ser y de pensar neoconservador o el deseo de vivir la vida en el despliegue de hábitos de consumo fraguados en el occidente industrial y tecnológico, de abordar la cultura, la creación intelectual y las comunicaciones, incluso las vanidades folklóricas, con arreglo a la nueva fase del liberalismo triunfante. Naturalmente, el desmoronamiento del socialismo real en la Europa del Este dará fundamento a una nueva percepción de la realidad sociopolítica mundial; el capitalismo, la democracia y el libre mercado como mecanismo de intercambio, se manifestarán no como la mejor sino como la única opción ante los problemas y desafíos de las naciones civilizadas. Rusia, China y los países que conforman la Europa del Este, favorecerán la economía de mercado, contribuyendo con ello a la consolidación de una suerte de “Estado homogéneo universal” liberal-democrático. Por razones obvias, los Estados Unidos de Norteamérica habrían –en principio– logrado imponer sus ideales de libertad e igualdad.

Pero los hechos posteriores han demostrado que el fanatismo de izquierdas no cesa en su empeño de buscarle vueltas al asunto y en esa medida intentar imponer sus tesis excluyentes en materia política y económica. Como hemos apuntado en anteriores entregas a este mismo espacio, para ellos no fue suficiente el estruendoso fracaso del socialismo real. Tampoco en materia política se impuso el concepto de democracia liberal en el sentido esencial del término; ni Rusia ni China, para citar las dos naciones más emblemáticas son, en modo alguno, democracias esenciales.

Y es aquí donde alcanzamos el propósito de nuestras anteriores reflexiones. Las “dos izquierdas” de que hablaba Teodoro Petkoff siguen campantes, la una todavía inserta en el juego democrático que impone un mínimo de tolerancia y entendimiento entre fuerzas políticas e ideológicas opuestas, la otra ortodoxa y radical –la que llamó izquierda borbónica que ni aprende ni olvida–, más activa que nunca en sus aspiraciones de alcanzar el poder público –ahora por la vía democrática y con la determinación de destruir el sistema desde dentro–. También el pensamiento conservador encontrará sus extremos arriesgadamente radicales, igualmente aspirantes a definir las políticas públicas y el accionar de los gobiernos democráticos –probablemente en desmedro de la libertad y de la igualdad–.

Si bien no profesamos ideología política y económica de izquierdas, aún más, si bien no consideramos que el debate ideológico es relevante al momento de afrontar las carencias y aspiraciones de la gente común, no podemos desconocer el legítimo derecho que asiste a los cultores del llamado pensamiento progresista de hacer valer sus propias convicciones en las campañas electorales, siempre y cuando se respeten las reglas de juego y el Estado de Derecho, sea cual fuere el resultado de los comicios. La Alianza Progresista (Leipzig, 22 de mayo de 2013) propone como su centro de accionar al ser humano, invocando su creencia de que no es posible separar los valores de libertad, justicia y solidaridad, diferenciándose de quienes –según ellos– proclaman el progreso desde arriba. Iniciativas similares como el Movimiento para la Democracia en Europa y The Sanders Institute en Estados Unidos, a nuestro parecer intentan desempolvar la agenda política y económica que condujo al fracaso de las naciones inmersas en el socialismo real, presumida en sus nociones de paz, democracia, derechos humanos, justicia social, igualdad de género, cambio climático.

La gran alianza de la izquierda mundial debe ser observada con el debido respeto, aunque igual con cautela; no todos sus copartícipes retienen convicciones genuinamente democráticas. En general intentan recuperar la confianza del electorado tradicionalmente de izquierdas que ha dejado de participar en procesos electorales o que ha optado por el populismo de derechas –el caso del Reino Unido de Boris Johnson es palmario en ese sentido–.

¿Será que el pensamiento de izquierdas –en cierta medida también el populismo de derechas–, comprenderá alguna vez que el gobierno solamente debe proveer oportunidades al ciudadano que ambiciona progresar con su propio esfuerzo, antes que otorgarle dádivas plañideras y formularle directrices sobre cómo debe afrontar la vida con prescindencia de sus propias aspiraciones? Si vamos al caso del llamado sueño americano al que tantos aspiran y que muchos alcanzaron con el trabajo de sucesivas generaciones, no ha sido nunca producto de subvención o merced acordada por el gobierno norteamericano, antes bien, este apenas ha auspiciado el ambiente propicio al emprendimiento individual, a la autodeterminación, naturalmente labrada en el respeto a las normas de la sana convivencia.

La realidad se impuso, la economía de mercado y la democracia como sistema de gobierno prevalecieron sobre la planificación centralizada y el totalitarismo ideológico, aunque no se produjo el fin de la historia, como proclamó Fukuyama. El socialismo sigue vigente como línea de pensamiento y acción y el capitalismo todavía confronta las cuestiones no resueltas de la desigualdad, de la pobreza extrema y de la conservación de los recursos naturales, entre otros temas de inminente actualidad. Pero, sin duda, menos gobierno y más libertad continúan siendo el nuevo paradigma desde los años ochenta del pasado siglo, aunque el pensamiento y activismo de izquierdas se nieguen tozudamente a reconocerlo.


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