Una vez más las marchas en Brasil y Colombia en contra de los gobiernos de Lula y Petro sustentan un argumento que he sostenido a través del tiempo.

En las mencionadas concentraciones de los últimos días, de nuevo, brasileños y colombianos salieron a la calle a expresar su rechazo a sus gobiernos, izquierdistas ambos, con convocatorias que incluyeron a todos los sectores del país y cuya carga es netamente política.

En el caso brasileño, las personas salieron de sus casas y oficinas ataviados con su «verde amarela», franela icónica de la selección de fútbol que define la identidad de Brasil y que los unió en una inmensa masa que denota tener el poder de decidir y manifestarse en conjunto por su país. Las banderas que ondeaban a lo largo y ancho de Copacabana, en Río de Janeiro, fueron en su mayoría las de Brasil; mientras que los colombianos que salieron en varias ciudades a manifestarse lo hicieron con camisas blancas o la tricolor colombiana, sinónimo de ser un cafetero de pura cepa. ¿Las banderas que se agruparon en las calles? El pabellón nacional, el amarillo, azul y rojo. Se llama sentido de pertenencia, se llama unidad, es el interés por algo más grande e importante en muchos sentidos que afectos políticos, un sentimiento común que va más allá: la patria.

Siempre he dicho y en este espacio lo publiqué hace unas semanas, uno de los grandes problemas que hemos enfrentado como sociedad y desde los partidos políticos es la idealización, fanatismo y fidelidad ciega por toldas políticas antepuestas al interés común y principal que siempre es y será el país. No digo con esto, quiero aclarar, que estoy en desacuerdo con la existencia de los partidos, todo lo contrario, entiendo y sé la importancia y la razón de ser de la existencia de una estructura política que no es otra que lograr espacios de poder para poder impactar positivamente la calidad de vida de los ciudadanos y, en general, los habitantes de un territorio nacional. Es decir, la finalidad no es el partido, es el país. Lamentablemente, muchas veces se pierde este concepto.

A veces veo a personas que se rasgan sus vestiduras por sus partidos y hasta los ven impolutos, parece que fueran primero que la nación, pero la realidad es que estas organizaciones (y aún más en contextos tan complejos como el venezolano de tanta polarización, decepciones electorales y escándalos internos) debemos entender que son el medio, la herramienta, más no el fin el cual, insisto, es y será siempre Venezuela.

Estamos llamados a anteponer a la nación a cualquier ambición personal y colectiva, porque nada hacemos con partidos anémicos, manipulados, impedidos de ejercer y de desarrollarse si no existe ese territorio nacional el cual, por ética, moral e identidad, estamos llamados a defender y a luchar por él, porque es de lógica que si las condiciones son las correctas podremos desarrollarnos y vivir con normalidad.

Mucha gente puede argumentar que se trata solamente de un tema simbólico, pero es en esa simbología en donde el mensaje cala más. La unidad venezolana no debe ser un concepto, tiene que ser un hecho real y palpable, respetando los partidos y apoyados en sus estructuras, organización e ideales para lograr el objetivo de rescatar al país.

Menos banderas de partidos en nuestras concentraciones y más de Venezuela.

 


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