Son varios los domingos que llegan y yo sigo sin poder redactar un párrafo, no es que no pueda ni quiera, simplemente es que no me salen las palabras; no logro conjugar los verbos ni ordenar las ideas y digo los domingos porque generalmente es el día que tengo para redactar esta columna que ya va para su cuarto año.

Pasan los días, se van acumulando los meses y llegan con su peso los años.

Salir de Venezuela físicamente es agotador, pero mantenerse mentalmente allí es demoledor y extenuante.

No es que se rehúya a la responsabilidad ciudadana ni se pretenda hacer borrón y cuenta nueva luego de estar afuera.

Es agotador y extenuante porque estando lejos en lo que algunos llaman exilio, migración y otros diáspora, seguimos; ya no solo preocupándonos por lo que ocurre en Venezuela, sino también por sobrevivir y subsistir en el país de acogida.

Por mucho que se intente olvidar lo que ocurre en el país la realidad es una bofetada a nuestra propia vida.

Es digerir las noticias sin posibilidad de despreocuparse tratando de creer que simplemente es una noticia más, es saber que ese ser humano que suplica “hermano, soy médico, te lo juro” para que no le roben la moto que utiliza para ir a trabajar, sabiendo que la tiranía que se mantiene en el poder no le garantiza ni la seguridad ciudadana ni el acceso a la vacuna por ser personal sanitario, puede ser quien esté ayudando a tu amigo o familiar hospitalizado.

Es tratar de entender que el señor Humberto Hernández murió luego de 5 años injustamente detenido en una de las peores cárceles del país, solo por ser el guachimán del aeroclub de Barquisimeto cuando hicieron un decomiso de drogas en el que estaban involucrados los altos mandos de poder en el estado Lara y como siempre pagó el más pendejo. El que no tiene padrinos, ni contactos, ni dinero. Como siempre, el más pendejo.

Es ver y escuchar el testimonio de un pequeño niño de 10 años que vive en la frontera narrando cómo tuvo que salir huyendo de su casa porque los guardias nacionales obligaban a su familia y a un pueblo entero a huir mientras sembraban otros falsos positivos, como ya lo hicieron durante la masacre de El Amparo. “Los guardias iban de casa en casa mientras el carro tanque iba andando, se metían para las casas de los alrededores y cuando escuchamos cómo le pegaban a las personas salimos corriendo y cruzamos el río”. Y remata el pequeño niño con una frase que resume lo que quizás todos añoramos de alguna manera: “Si quisiera que todo esto se acabara y yo estar tranquilo en mi casa durmiendo”.

Qué importa si usted está leyendo esto en Santiago, Madrid, Miami, Bogotá o cualquier parte del mundo, la desazón, la tristeza y la desesperanza es la misma.

Somos desplazados, no importa si algunos le llaman exilio, migración y otros diáspora.

Somos desplazados.

@andcolfa


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