Manuel Mindán solía decir que la memoria tenía el fin de recordarnos dónde había hallado la razón aquello que estimábamos como valioso y verdadero para que la voluntad pudiera volver a encontrarlo. Sin duda que también puede ayudarnos a evocar la sede de la belleza en su intermitencia.

La armonía ostensible debe necesariamente ocultársenos, pues a veces excede nuestros límites y en ocasiones solo está bajo otra forma apenas reconocible. Si aquella fuera siempre la misma y perpetuamente manifiesta, en virtud de nuestra naturaleza humana terminaríamos dejando de apreciarla por muy evidente que fuese. Únicamente los espíritus más elevados pueden contemplar sin menoscabo de su sorpresa la belleza absoluta, inmutable y eterna.

Hay en la ausencia de la belleza visible un extrañamiento que nos remite a lo sublime del espíritu, a hurgar en lo mejor de nuestra geografía interior la reminiscencia de aquello que en un tiempo contemplamos con asombro, y en su inasible evocación hacemos arte para no resignarnos a la pérdida definitiva de un bien semejante. La memoria, por consiguiente, nos dice que la armonía que un día fue puede devenir en otra que tendrá inexorablemente algo tanto del ser que la evoca como del que la hizo posible.

En este sentido, la memoria es un locus fecundus. Hace posible que el creador y el evocador engendren conjuntamente para la belleza intermitente un nuevo domicilio en el espíritu. Aquella nos dice, ciertamente, dónde estuvo la armonía visible cuando ya no es ostensible, pero también la hace factible bajo otra forma y modo de ser, siempre en resonancia con la cadencia oculta del universo. Rememorar lo bello es incluso una disposición a mirar lo que difícilmente sería dable contemplar: el ritmo sobrenatural del cosmos.

Cuando en su ausencia recordamos la belleza, no solo evocamos lo bello en sus coordenadas de espacio y tiempo… Hay algo más que no corresponde al simple dibujo en la memoria de unas impresiones en los sentidos. Rememoramos y una dimensión del espíritu se transforma y conmueve, puesto que el recuerdo es una suerte de demiurgo. Nunca seremos los mismos después de invocar en nuestro fuero interior la armonía oculta…

Personalmente siento fascinación por los árboles jóvenes de eucalipto. Sus copas no suelen tener por entonces el dibujo cónico que caracteriza a las especies adultas, sino más bien esférico, y se entiende ya el porqué de su nombre, «bien cubiertos»… Parecieran como salidos de un cuadro de Nicholas Pocock. Camino a la universidad donde dicto clases, debo cruzar 12 km de una casi solitaria carretera, en la que,sobre una solana, hay tres eucaliptos. Siempre los miro y luego me divierto recordándolos durante el día. Esta reminiscencia me hace mejor persona porque hay algo en esa tríada de árboles que me conecta con lo sublime que me habita… Si alguna circunstancia me perturba, por ejemplo, evoco su serenidad e inmediatamente me sosiego. Nadie queda incólume a la invocación de la armonía implícita…

Pues sí, de algún modo evocar es invocar: en la evocación de la armonía visible hay una invocación de la invisible. En la ausencia de aquella la rememoramos y, al hacerlo, invocamos el orden oculto que la hace posible e imperecedera, y que constituye un algo que intuimos, pero que nos resulta inefable: el alma de la belleza, la aritmética divina de todo cuanto se ordena a lo bello.

Esta alma de la belleza —que es la armonía oculta— es invocada por la memoria en el acto de evocar lo bello, y produce que cada cual lo recuerde de manera distinta. En consecuencia, el arte no solo es un memorial único y personalísimo, sino que es el testimonio del modo como un espíritu dialogó ontológicamente con el alma de la belleza. Hacer crítica literaria, musical, pictográfica, etc., por consiguiente, es dar cuenta de dicha dinámica dialógica e integrarse a ella contemplativamente.

Así pues, la memoria no tiene el simple papel de listar de manera rememorativa o conmemorativa las coordenadas en el espacio y tiempo de lo armónicamente ostensible, sino que nos hace partícipes del coloquio ontológico que preserva el protoimpulso creador. Recordar es devenir en otra forma estética del propio ser, subsumirse al carácter fecundo del alma de la belleza, saber que somos eternos por virtud de la armonía absoluta.

Si se me pregunta, esta belleza absoluta es Dios, pero puede ser cualquier otro ser que ontológicamente abarque la totalidad del cosmos en su eternidad. Cada quien que lo denomine conforme a su propia inteligencia y manera de penetrar el sigilo en el que la armonía oculta lo convoca. No hay modo de escapar a ella si todo cuanto tiende al orden es requerido por aquella, pues hace parte de sí.

La belleza absoluta ordena el cosmos en una bellísima, perfecta y silenciosa ecuación que es la armonía oculta, de la cual la ostensible es expresión intermitente conforme nuestros sentidos y razón alcanzan a conocerla en medio de sus limitaciones. Dado, pues, que no podemos perpetuar su  contemplación, la memoria nos otorga el doble don de rescatarla y resignificarnos en el propio acto de la evocación/invocación.

Ahora bien, si somos requeridos por un orden absoluto, ¿dónde queda nuestra libertad? Somos y siempre seremos libres, pues pocas cosas provienen tan directamente de la armonía oculta como la libertad humana. Somos libres de responder al clamor de la belleza subsumiéndonos a la armonía que elijamos, como si pudiéramos decidir la nota con la cual resonar en el acorde innumerable del universo… y, claro está, también los hay que optarán por ser disonancia…

jeronimo-alayon.com.ve


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