Bueno, pues nuevamente, después de un año de niebla, se está desarrollando estos días la Feria del Libro de Madrid, en el parque de El Retiro.

Por si alguno de ustedes se sorprende, es cierto que la feria se desarrolla habitualmente durante el mes de junio; pero como el COVID se ha empeñado en trastocar absolutamente todo, este año es en septiembre. Aún así, hay cosas que no cambian, como que, habitualmente, el día que visito la Feria del Libro tiene que llover a cántaros. Me ha ocurrido en junio en numerosas ocasiones y el martes, día que aproveché para dar un paseo por El Retiro, también llovió.

En cierto modo, a mí me proporciona una extraña paz que pasen estas cosas. Es como si el Altísimo, o Roberto Brasero o cualquiera que determine las condiciones meteorológicas, hubiera decidido que durante dicha feria tiene que llover. “Ponedla el 5 de agosto, cabrones, que os va a dar igual “, debe pensar.

Hacía varios años que, por circunstancias propias o ajenas, no visitaba la feria. Recuerdo que la última vez fue para ver a Juan Tallón, que entonces presentaba Salvaje oeste . Si no han leído esta novela, se las recomiendo. Si no han leído a Juan Tallón les emplazo a que acudan a cualquier librería cercana, ahora, en bata y rulos, en zapatillas o como estén y compren cualquiera de sus obras. Mención especial para “mientras haya bares«. Sin duda el Evangelio laico según San Juan Tallón.

Fui a visitar a Tallón, a pesar de que el día anterior, viernes para más señas, había acudido a la presentación del libro en una pequeña librería del barrio de Malasaña, en Madrid. Y acudí porque, primero, admiro a Juan Tallón. Es, sin duda, el Joaquín Sabina de la literatura. Un tipo ácido, irónico, con una visión del mundo en panorámica, que cuando escribe no habla solo de lugares y personajes, sino también de lo que habita en el alma de estos personajes y en la suya propia.

En segundo lugar, acudí con la sana intención de que me aclarase algo. El día anterior, en la presentación del libro, a pesar de que yo ya lo tenía y, es más, ya lo había leído, adquirí un ejemplar para mi madre. Aprovechando la ocasión, le pedí a Juan que se lo dedicara. La dedicatoria, con perdón de la intimidad, rezaba algo parecido a «Para Ángela, madre de Julio, a quien tanto debo y al que estoy inmensamente agradecido», o algo similar. En este momento, desgraciadamente, no tengo aquí el ejemplar.

No tengo que decir que la dedicatoria me dejó perplejo, aunque inmediatamente la encuadré en el lado irónico de Tallón.

Tengo que decir que, por aquel entonces, lo poco que Juan Tallón hubiera podido saber de mí era porque me seguía en Twitter, seguimiento que, por supuesto, era recíproco. Si yo entonces me hubiera dedicado, como ahora, a publicar mis idas de olla, no tengo que decir que mi ego se hubiera hinchado como un balón. Es más, como un globo aerostático. Pero entonces todo lo que publicaba en Twitter era la clásica mierda política.

Si, hubo un tiempo en el que Twitter fue el vertedero de mis frustraciones, hasta el punto de que el propio Tallón dejó de seguirme. A pesar de que ahora me sigue de nuevo, para mí fue un disgusto terrible. De hecho, le llegué a preguntar por qué había dejado de seguirme, a lo que amablemente me contestó que «chico, no parabas con el Vox de las narices», o algo similar.

La verdad es que entonces no llegué a preguntarle el por qué de dicha dedicatoria. Me dio un poco de vergüenza, la verdad. Así que, Juan, si lees estas líneas y lo tienes a bien, ya me explicarás aquello, si hay ocasión.

Volviendo al tema del cambio de fecha, que nos ha hecho, entre otras cosas, celebrar las Fallas en septiembre, para mí es una anomalía trasladar las tradiciones. Es como si, por ejemplo, nos diese por celebrar la Noche Vieja en octubre, porque hace menos frío; o como si, en lugar de celebrar el cumpleaños, nos diese por celebrar la onomástica de nuestra futura muerte.

Sí, hay gente que sabe que día va a morir, o lo tiene tan claro que acaba sucediendo. Acuérdense de Charlie Chaplin, que odió la Navidad durante toda su vida para, finalmente, acabar falleciendo un veinticinco de diciembre.

Qué cosas. Yo, si pudiese elegir, que por otro lado puedo, si no que se lo pregunten a Ernest Hemingway,  quisiera morirme el día que nací, el 5 de agosto. Y no es porque yo sea un devoto de los ciclos perfectos. Es que no soportaría morirme en invierno, en un día frio y gris, sabiendo que no veré otro verano. Y ya puestos a elegir, que sea sábado, si puede ser por la mañana, antes del aperitivo. La mañana del sábado es mi momento preferido de la semana. El domingo ya está demasiado cerca del lunes, lo cual me provoca una angustia sobrevenida.

Además, el día 5 de agosto es, justamente, el día medio del verano, con lo que ya llevas tiempo disfrutando del estío, pero aún te queda la mitad. Yo quiero morir con proyectos por delante, sabiendo lo que iba a hacer por la tarde. Igual, si me doy cuenta de que la estoy palmando, puedo pensar “me voy a librar de ir al Ikea”, y morirme feliz.

Esto de la muerte, si me permiten, es muy curioso. Me explico. Cada uno, desde nuestra individualidad, tenemos una forma de enfrentarnos a la certeza de que, un día, dejaremos de existir. Para mí, no es un trauma. Bien es cierto que mi educación católica me empuja, a veces, a pensar que, después de esta vida, habrá otra. Pero es que yo no quiero otra. Quiero esta.

Piénsenlo. ¿Cuál es la alternativa? ¿Una eternidad entre nubes y verdes pastos, en el mejor de los casos? Yo si llego al cielo y no hay bares, por ejemplo, pido el traslado. Aunque igual llegas al Infierno y te encuentras el Ikea.

No es que yo odie el Ikea, pero, ¿alguna vez han tenido ganas de ir al baño en un Ikea y les ha pillado al fondo de la tienda?  Sinceramente, te dan ganas de hacértelo en la exposición de baños, para darle realismo. Y esto me lleva, una vez más, al tema de la muerte.

Siempre he pensado, y lo sigo pensando, que si alguna vez llego a rico, que no voy a llegar, construiré un váter gigante para que cuando me muera me tiren por él y tiren de la cadena, como si fuera un pez de acuario. No puedo encontrar una forma más poética de abandonar este mundo. Así, una vez concluida la ceremonia, la familia se puede ir directa al salón, a seguir viendo Netflix.

En cierta ocasión, leyendo un cómic de Mafalda, que por cierto me apasiona, encontré una viñeta en la que Susanita, con el fin de burlarse de Manolito, le preguntaba su opinión sobre la muerte, a lo que Manolito, muy serio, le contestaba. «No sé, Susanita. A mí lo que me importa es la vida, no las puntas de la vida».

Pues eso. Mejor morir que perder la vida.

Vivan y, entre tanto, sean felices.

Al menos, inténtenlo.

 

Twitter : @julioml1970


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