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Mientras razonablemente nos enfocamos en atender nuestras responsabilidades inmediatas, también en actividades de esparcimiento o en divagaciones sobre el entorno económico y político que nos envuelve, son muchas las áreas verdes que agonizan ante la acción irracional de los seres humanos. En términos generales no parece haber verdadera conciencia del cambio climático, de sus causas y consecuencias. La huella de carbono representa el volumen de gases de efecto invernadero resultante de las actividades diariamente realizadas por seres humanos. Solo comprendiendo de qué se trata este asunto, podrán aceptarse y acatarse las medidas e iniciativas necesarias para reducirla en cuanto sea posible –labor ineludible que corresponde a todos y cada uno de los individuos de la especie humana–.

En tal sentido, es importante enseñar que existen proyectos destinados a la compensación de la huella de carbono, como los desarrollos forestales que promueven la absorción de CO2 por suelos y bosques naturales; las energías renovables no contaminantes –incluidas las energías verdes–; su uso racional y eficiente –producción de energía eléctrica, climatización, medios de transporte–. Y el racional y sostenible desarrollo urbano –ecológicamente hablando–, para lo cual deben fomentarse y respetarse las áreas verdes de ciudades y pueblos –nos referimos a las internas y aledañas, en algunos sitios denominadas “zonas protectoras”–.

La presión demográfica sobre el espacio urbano se ha convertido desde el punto de vista ambiental en una de las situaciones más agobiantes del género humano. Desde hace décadas se viene insistiendo en la necesidad de replantear todo lo relacionado al desarrollo de ciudades y pueblos, en la medida que la destrucción del medio natural no ha sido una simple fatalidad, sino más bien el revés de una sociedad inconsciente, dominada por la codicia y el desenfreno de la urbanización que auspicia un indetenible incremento en la densidad poblacional. Tendríamos que retomar aquella propuesta de cambiar prioridades, no como se sugirió mediante un proceso de “socialización de la naturaleza” cuya ineficacia quedaría asegurada por más de un siglo de fallidas experiencias del socialismo, sino valorizando en sentido propiamente económico el medio y las condiciones de vida; nos referimos a su expresión como bienes inmateriales que nos es dado preservar, lo que incluye los espacios ecológicos de los entornos urbanos.

En este orden de ideas es preciso abordar los temas de la ordenación del territorio y de la zonificación –asignación de funciones y usos determinados–, conforme los modernos criterios de desarrollo sostenible. Los gobiernos nacionales y locales están llamados a resistir los embates de grupos de presión y corporaciones empresariales auspiciantes de cambios normativos y reclasificaciones que abren la puerta a desarrollos inmobiliarios agresivos desde el punto de vista ambiental, poniendo en peligro el espacio vital de la especie humana.

La creciente presión demográfica derivada entre otras razones de los avances en los medicamentos, servicios de salud y esperanza de vida, demanda fraccionamientos de terrenos y cambios de usos con fines urbanos. De ello dan testimonio los núcleos urbanos en continua y de suyo arbitraria expansión en nuestras principales ciudades a lo largo y ancho de la geografía venezolana. La declaratoria de una zona protegida no siempre ha sido eficaz, como es el caso de la Zona Protectora del Área Metropolitana de Caracas, decretada durante el primer gobierno del presidente Rafael Caldera (1968-1973). Si en alguna zona aledaña a la llamada Gran Caracas se violan todos los protocolos ambientales es precisamente en la llamada “protectora del área metropolitana”; los ejemplos palmarios son vergonzosos.

Es preciso referirnos al tema de las islas de calor urbano –seriamente abordado por la Dirección de Sustentabilidad Ambiental de la Universidad Católica Andrés Bello– que “…se originan principalmente por el avance del desarrollo y los cambios en las propiedades térmicas y reflectivas de la infraestructura de las ciudades, así como también por el impacto que tienen los edificios sobre el microclima local. Al talar árboles y remover áreas verdes, se incrementan las islas de calor urbanas porque la radiación solar se dispersa con mayor lentitud. A ello se agrega que las construcciones urbanas suelen utilizar materiales como asfalto y cemento que retienen más energía. De igual manera las fábricas, el parque automotor, los sistemas de climatización y luminarias aumentan la temperatura de las ciudades. A la par, en las vías estrechas con edificaciones de gran altura se reduce el flujo de brisa, lo que intensifica el efecto de las altas temperaturas…”. Se trata pues de un fenómeno que determina el aumento de temperatura en zonas urbanas –sobre todo en las densamente pobladas– y la periferia, en las cuales existe una mayor cobertura vegetal. En la ciudad de Caracas, el calor se incrementa en tiempos de sequía y aún se agudiza con la canícula inducida por el cambio climático. Solo una planificación urbana razonablemente sostenible, aunada con políticas públicas que coadyuven en la disminución de alturas y volúmenes edificados, que auspicien densidades moderadas y aumento apreciable de áreas verdes, pueden reducir el impacto de las islas de calor urbano. Quede claro que un árbol plantado en la ciudad embellece y humaniza los espacios urbanos, capturando carbono durante su crecimiento y madurez.

Lo que hemos visto en años recientes en algunas urbanizaciones del este de Caracas es ejemplo palpable de cuanto venimos diciendo en los párrafos precedentes. La mayor responsabilidad sin duda recae sobre las autoridades nacionales y municipales que probablemente por razones inconfesables han permitido –incluso podrían estar auspiciándolo– un desarrollo urbano contrario a la subsistencia del entorno natural que aseguraría deseables y sostenibles condiciones de vida para los habitantes de nuestra ciudad capital.


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