Las últimas décadas del pasado siglo se caracterizaron por una gran fecundidad de ideas, iniciativas y combinaciones de toda suerte, encauzadas a enfrentar y resolver los problemas ambientales que agobian a la humanidad. Una de las manifestaciones más genuinas de esa enorme preocupación universal fue la copiosa normativa en materia ambiental producida en los distintos países del mundo. En años posteriores, hemos pasado del enfoque unilateral y sectorial característico de otros tiempos –la legislación netamente forestal y de protección del agua, de la fauna silvestre y su hábitat– a una dimensión más global e integradora del paisaje natural, sus ecosistemas y las comunidades humanas.

En la década de los noventa, enfatizábamos en una de nuestras primeras conferencias sobre el medio ambiente venezolano, en la toma de conciencia colectiva relacionada con el tema ecológico –en palabras de Armida Quintana Matos y otros colaboradores “…dejando atrás las simples exigencias de carácter sanitario, para preocuparse por temas como la protección de la naturaleza; la contaminación del aire, del agua y del suelo; y la conservación del patrimonio histórico-artístico de la nación…”. Nuestro problema fundamental no se limitaba entonces a la dispersión normativa –originada antes y aún después de la Ley Orgánica del Ambiente de 1976, sin duda un instrumento de vanguardia para la defensa y mejoramiento del ambiente–, sino al pasmoso incumplimiento de la legislación aplicable por motivos atribuibles a la ciudadanía en general, en ocasiones a las autoridades administrativas y encargados de preservar el orden público, así como a los jueces de la República. Recordamos en ese contexto el sonado “caso de las babas” a finales de los años ochenta, donde la irresponsable depredación de este recurso fue estimulada por los precios atractivos de las pieles en los mercados internacionales, sin que las autoridades administrativas hubiesen podido ejercer controles eficaces. Naturalmente, era evidente la falta de conciencia conservacionista en la colectividad nacional.

No es este el espacio apropiado para detenernos en el análisis de los detalles regulatorios de un asunto tan importante para la vida venezolana y del mundo que nos rodea, antes bien, pondremos nuestro énfasis en algunas actuaciones que constituyen verdaderos referentes de una sana conciencia ecologista que prácticamente se ha perdido en años recientes.

Siguiendo la tradición norteamericana –Yellowstone, o el primer Parque Nacional del mundo, había sido creado en 1871 sobre los territorios de Wyoming, Idaho y Montana– y de la nación argentina –creadora del primer Parque Nacional de la América del Sur a instancias del célebre perito Francisco P. Moreno–, Venezuela crea en 1937 el Parque Nacional de Rancho Grande –años después rebautizado con el nombre de Henri Pittier en merecido homenaje al gran botánico que clasificó más de 30.000 plantas en nuestra vasta geografía–. Rancho Grande fue un primer paso en la preservación de los ecosistemas de selva nublada y costaneros de la cordillera central, para entonces amenazados por crecientes actividades humanas. A partir de los años cincuenta y hasta comienzos de la década de los noventa del pasado siglo, se crearán nuevos parques para proteger especies de flora y fauna autóctonas, así como entornos de interés biológico y cultural.

En 1976, Venezuela marca una nueva pauta en materia de gestión ambiental, con la creación del primer Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales Renovables en Hispanoamérica. El racional manejo de los recursos hídricos, la ordenación ambiental del territorio, la conservación y gestión de la diversidad biológica, la protección del paisaje natural, fueron prioridades para el nuevo despacho, habiéndose formado al paso de los años transcurridos desde su creación y puesta en marcha, toda una cultura y una mística admirables entre sus técnicos y relacionados –pertenecientes a entes descentralizados, entre ellos el Instituto Nacional de Parques–.

Resulta que en tiempos de catástrofes globales atribuibles al cambio climático –la nueva conciencia de la humanidad–, Venezuela lejos de contribuir con sus exitosas prácticas y experiencia acumulada en asuntos relativos al medio ambiente natural, se ha convertido en los últimos tres lustros en uno de los peores ejemplos de la contemporaneidad, tal como se desprende de alarmantes noticias sobre contaminación de suelos por manejo inapropiado de residuos y desechos, depredación que atenta contra la biodiversidad y desforestación de frágiles ecosistemas como consecuencia de actividades mineras desarrolladas al margen de la ley –no solo se violan leyes y tratados, sino además se incumplen compromisos éticos con el mundo que nos rodea y sobre todo con las nuevas generaciones–.

No hay duda de que en materia ambiental se habían cometido errores, que hubo fallas en la planificación y seguimiento de actividades importantes, que había mucho por hacer en numerosas regiones geográficas del país, pero esto que hemos visto en años recientes, no tiene perdón, tampoco comparación ni justificación alguna. Las ocupaciones ilegales de fincas productivas en los llanos centro-occidentales y demás regiones del país, han sido otro gran fiasco del régimen imperante; la flora, la fauna y las bellezas escénicas de tan amplios territorios, han sido severamente laceradas por el efecto de las políticas públicas instrumentadas desde que se puso en vigencia la nueva legislación de tierras y desarrollo agrario.

Una cosa es que no haya podido cumplirse al pie de la letra aquella tan optimista predicción esbozada en el llamado Gran Viraje –el VIII Plan de la Nación de 1990– y otra, muy distinta, es que como nación hayamos hecho en los últimos 20 años de desgobierno, todo lo contrario en detrimento de nuestro propio bienestar –transcribimos el texto y dejamos a nuestros amables lectores la conclusión a que haya lugar–: “…Un recorrido del territorio venezolano a comienzos del siglo XXI permitirá, a quien habiendo conocido el país se ausente y lo visite nuevamente, observar un medio ambiente contrastante con el actual, con una plenitud natural y sin la presencia de degradaciones en sus componentes. Venezuela estará entre los países líderes en el respeto a la ecología y en el rescate de áreas que por diferentes razones sufrieron en el pasado niveles intolerables de contaminación…”.

 


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