A mí también me causó extrañeza escuchar ese nombre dicho así. Hasta ese momento ya había conocido varios Mauricios, entre ellos a un alumno brillante, inolvidable. Hasta una isla se llama así, una isla que queda en no sé dónde del océano Índico. Pero cuando escuché Mavricio… aquello me espueleó las ganas de saber más sobre ese personaje que corría de boca en boca en aquel pueblo. Ese nombre me reveló que estaba ante una historia antigua cuando a la letra u la trocaban por v.

Desde los más ancianos hasta los niños sabían de ese personaje y cada cual tenía su propia versión engastada en palabras similares con una trama sugerente y poderosa. Me puse sobre la pista y fui descubriendo también cómo cada cual sabía esa y muchas otras historias más. Aunque ya se escribía y se leía, aunque ya existieran la radio, el cinematógrafo, los discos y hasta las rockolas, a la gente de ese pueblo lo que le gustaba eran los cuentos, reunirse para contar cuentos, sentados en sus sillas a la puerta de sus casas, en la plaza o en algún escampado cerca del río donde el caudal daba una curva como para saludar la sombra de un araguaney frondoso y florido.

El poeta Juber sabía del cuento, lo mismo que la Maestra de la escuela, lo mismo que Casimira, la tejedora; que Don César, un hombre curioso que había aprendido a leer hasta las piedras; lo mismo que las niñas, los niños y Don Dionisio que era, muy a su mandar, uno de los cronistas y promotores deportivos más queridos; lo mismo que el viejo Nicolás Sanabria…. ¡Qué curioso es esto que cuando uno recuerda a los pueblos los recuerda por las venturas y desventuras que allí ocurrieron, pero también y, sobre todo, por su gente buena, sus cronistas, sus poetas y sus artistas!

Cuando llegué donde él, confirmé que la historia de Mavricio era y es reláfica antigua. A él fue al primero a quien le escuché decir Mavricio. Él no llamaba Mauricio al protagonista del cuento, sino Mavricio. Una v labidental que me revelaba el arcaísmo de la historia. Al viejo Nicolás le faltaban los dientes de adelante. Eso hacía que el aire saliera más de la cuenta cuando pronunciaba palabras con s, o las que llevaban c. Y cuando las palabras incluían la letra z, aquello eran acentos de humedades. Contaba sus historias con tanta gracia que ese detalle le sumaba un particular atractivo a su modo de relatar.

Solía estar en su rancho de zinc a la sombra de una enclenque mata de guayaba que le daba buena sombra para poner allí su silla de cuero o guindar su campechana. La mata y él parecían hechos de la misma sustancia. El calor dentro de su rancho de lata era espantoso durante el día, insoportable. Siempre hace calor en el Tuy. Siempre hizo más desde que unos señores de la capital decidieron deforestar, reventar las minas, urbanizarlo y llenarlo de industrias de manera incontrolable. Por eso Nicolás pasaba largas horas allí afuera, en esa sombra, comiendo guayabas y echando cuentos a quien se acercara. Allí nos encontrábamos… Mira, hoy te voy a contar un cuento bonito… Te voy a echar el cuento de la cabeza del muerto… Tú sabes que hay gente muy charlatana y este hombre era así… Resulta que un día se terció su escopeta y le dijo a su mujer: Mira, mujer, ya vengo. Voy a salir a cazá a ver si consigo una paloma para rendir el almuerzo, para rendir el salao. Y se fue por esos montes con su escopeta… lan-lan, lan-lan…. lan-lan, lan-lan…  Hacía muchos años que había pasado la guerra. Entonces, él iba caminando por ahí… lan-lan, lan-lan…. lan-lan, lan-lan… cuando se encontró con una calaverna, un hombre así, seco, con los ojos saca‘os. Y como él era un hombre muy charlatán, le dijo así a la calaverna: Mira, mañana acércate hasta mi casa para que te comas algo con nosotros. Y a la mañana siguiente ¡ayayay! Y por ahí se iba con ese cuento bonito de la cabeza del muerto… lan-lan, lan-lan…. lan-lan, lan-lan…

Un día le pregunté: Nicolás y ¿cómo se llama ese burro que está allá abajo amarrado de la pata de ese bucare? Ese burro es mi amigo… Ese es el que me lleva y me trae. Ese sí es mi amigo, caracha…. Con tan altas consideraciones y tantas historias, este señor debe tenerle nombre a su burro, me dije. Pero, ¡¿cómo se llama el burro, pues?! Se me quedó mirando un rato, en silencio, como observando mi inocencia de bachiller y me soltó con una risa estrepitosa: Burro, pues y ¡¿cómo se va a llamar?!

Esa mañana se rompió un hielo, una inmensa pared de hielo que yo mismo me había inventado entre aquel personaje y yo; un hielo hecho de pena, de cierto recato propio de un muchacho que acababa de entrar a estudiar en la universidad. Pero, no. No era solo pena o moderación, era más bien una fascinación por aquellas bellezas de historias, por aquella sabiduría tanto de Nicolás como de todas esas personas que conocí en ese pueblo que visitaba todos los domingos cuando agarraba mi carrito reciente para ir desde Caracas hasta Ocumare del Tuy para hacer programas de radio en la primera y más potente emisora de la región: Radio Valles del Tuy, que estaba ubicada en los altos del que había sido hasta hacía muy poco el cine del pueblo, frente a la Plaza Bolívar. Estaba constatando, estaba precisando entonces que el conocimiento no estaba solamente en las cátedras de mi querida universidad, sino que afuera había una sabiduría y un conocimiento adquiridos en el trajinar diario y que encontraba en la palabra dicha sus mejores expresiones, tal como ya lo había venido observando en los incontables viajes que hacíamos en familia cuando papá y mamá nos llevaban a conocer al país entero… Papá, pero ¿para dónde nos lleva este camino? ¡Yo no sé, pero por aquí debe llegarse a algún sitio donde vive gente buena y donde podremos quedarnos unos días!… Así siempre decía Carmito cuando paseábamos en familia por el país amado.

Entonces me di a la tarea de conocer a personas y más personas de ese pueblo y sus alrededores hasta hacer amistades. Me di a la tarea de grabar aquellos cuentos de camino. Caía en cuenta, con cada relato, que eran extraordinarios y que lo mejor sería recogerlos y transformarlos en programas radiales para que más gente los conociera y así inventé un programa de siete minutos de duración al que le puse por nombre El espacio de Mauricio, gracias al que pude conocer, al tiempo, al propio personaje.

Mavricio era conuquero de oficio y carpintero por vocación. Era un hombre solitario y risueño, buena gente. Todo el mundo le quería y le retribuía sus atenciones con sutilezas. Era así como a Mavricio le conocía todo el mundo. Era un hombre correcto, según el decir común.

Un día, Mavricio se estaba bañando en Las Pozas de la Guamita, unas aguas cristalinas de por allá. Aquello estaba solo, según cuentan. Pero, no, no estaba tan solo. Cuentan también que Mavricio se zambulló y cuando sacó la cabeza vio a una enorme culebra desenrollándose desde el araguaney hasta caer en el agua y que al salir a flote se había transfigurado en una mujer absolutamente hermosa. Era un encanto. Una hembrona, una mujerona, una mujer agraciada que le habló a Mavricio y le prometió vida eterna, siempre y cuando Mavricio construyera un altar de oro en la iglesia del pueblo. Como Mavricio era carpintero, aquello le pareció que estaba a su alcance. Además, y por supuesto, la promesa era tentadora, muy tentadora. ¡¿Y de dónde saco el oro?! No se preocupe. Usted vendrá para aquí mismo todas las mañanas, tempranito, antes que salga el sol y el oro va a estar esperándole. No se preocupe por eso. Entonces la mujer se zambulló y no le vio más nunca. Todo eso le dijo la mujer sin abrir la boca y todo eso fue lo que escuchó Mavricio.

A la mañana siguiente, Mavricio pasó por Las Pozas y allí estaba el oro. Los encantos no fallan ni faltan a sus palabras. Una cosa son los espantos que asustan y otras los encantos que extasían. Eso es lo que puede ocurrirle a uno frente a la belleza, que uno puede quedarse hasta mudo. El caso fue que, sin que nadie lo notara al principio, Mavricio se puso a construir el altar de oro en aquella iglesia que estaba tan desvencijada. Por supuesto, con los días, la noticia del portento comenzó a rodar por todas partes y así como Mavricio avanzaba con el altar, así iba creciendo el chisme por toda parte.

En aquel pueblo mandaba una gente feísima, una gente inescrupulosa que mataba y mandaba a matar, que perseguía y hasta desaparecía a quienes les cuestionaran. Unos hijos de su madre, pues, con todo y ropa, así como de los padres que se habían ocupado de devastar aquel valle. Gente que no era gente, más bien. Una gentuza que valoraba aquello de que el sentido común era el menos común de los sentidos. Unos hijos de furcia que lo que hacían era joder en todos los aspectos y que habían ido instalando allí una invisible y muy poderosa máquina de impedir, como le escuché decir una vez a la Maestra Capriles.

Empezaba el verano en el Tuy y el calor comenzaba a apretar la garganta y a secar las bocas, a agrietar la tierra y a evaporar los ríos cuando aquella gentuza se enteró, por supuesto, sobre la construcción del altar de oro en la iglesia del pueblo. Aquello le olió a conspiración. Para ellos, aquello no era un chisme sino una murmuración peligrosa y ahí fue cuando empezaron a dudar de todo el mundo y a entrar intempestivamente a las casas a ver dónde era que tenían escondido el oro con el que estaban construyendo aquel retablo de maravillas. Y para saber, sobre todo, quién era esa persona que estaba haciendo aquella suntuosa construcción bastante avanzada sin haberles pedido permiso a ellos.

Era un secreto a voces, pero nadie decía nada porque todo el mundo andaba de los más contento con aquella novedad. Pero, como nunca falta un soplón, alguien fue a cantarle a la gentuza de la autoridad que había visto a Mavricio, tempranito en la mañana, metiéndose por detrás de la iglesia con el burro enjalmado, repleto de oro.

Enterados del sujeto fueron detrás de Mavricio hasta que le encontraron y le pusieron preso. Lo metieron en un calabozo, oscuro y horroroso y cuando apenas habían cerrado la reja, Mavricio les dijo:

– Lo mejor para ustedes y para todos es que me suelten. Yo no estoy haciendo nada malo y, si no me sueltan, ay, si no me sueltan va a comenzar a caer un aguacero enorme que se va a llevar todo por delante.

Siendo verano en el Tuy, a aquella gentuza de la autoridad le importó un cipote lo que les decía

Mavricio. No le escucharon y, por supuesto, no le creyeron.

-¡¿Cómo es que va a llover en el Tuy siendo verano?! ¿¡Ah!? No, señor, usted se queda allí dentro mientras adelantamos averiguaciones y se calla la boca. Prepárese, que mañana empiezan los interrogatorios y ya mandamos a buscar refuerzos a la capital ¡Es más, usted lo que está es loco! ¿¡Qué chifladura es esa de que va a llover aquí!? ¿Aquí nunca llueve y mucho menos por esta época!? ¡¡Habrase visto!! ¡¡¡No sea zoquete, hombre!!! ¡¡¡Cállese la boca, carajo!!!

Mavricio se echó en el catre a esperar y no se había ido la gentuza del frente del calabozo cuando comenzó a caer un palo de agua de muy padre y señor mío. Las chispas de agua pronto se convirtieron en goterones enormes que golpeaban como puños. El agua comenzó a bajar y a bajar cada vez con más fuerza generando inmensos cordones de agua que caían por los techos de las casas, por las tejas de la iglesia y por todas partes. Del susto, los animales de carga en desbandada rompieron las bridas y se salieron de los corrales con estrépito sonoro; gallinas y patos intentaban salir volando. Las gentes, que al principio lo tomaron por jodedera y salieron a bañarse para espantar el calor muy pronto se dieron cuenta cómo el agua iba subiendo de nivel hasta alcanzar la altura de las ventanas y los techos comenzaban a moverse como pedazos de una enorme torta. Los ríos crecieron y se unieron entre ellos generando un gran lodazal que bajaba por todas las calles del pueblo. Era como si una mano poderosa hubiese abierto todos los grifos posibles a la vez y el agua inundaba todo. Era un diluvio. Diluvio que se llevó por delante y ahogó para siempre a varios de los de la gentuza de la autoridad. Uno sólo quedó vivo y se asustó tanto, se aterrorizó tanto que rápidamente fue a abrir el calabozo para que Mavricio saliera.

Y, cuando Mavricio salió, dejó de llover inmediatamente en ese único punto de los Valles del Tuy y desapareció en el acto todo indicio de lluvia… Mavricio se fue caminando de lo más tranquilo lan-lan… lan-lan… lan-lan… lan lan… El único sobreviviente de la autoridad estaba atónito, desconcertado, cagado y le dejó seguir.

Mavricio ya había terminado el altar de oro en la iglesia del pueblo. Influido por el aquel encanto maravilloso ajiló hasta Las Pozas de la Guamita y se sumergió en el agua donde vive todavía. Allí vive. Allí vive todavía, sí. A veces se le ve por el pueblo, con su sombrero, consiguiendo miel, tabaco y aguardiente que es lo único que emplean ellos. Sal, no, los encanto no te prueban sal. Sólo sus compadres de agua podemos verlo.

Por supuesto, esto ocurrió en el mundo mucho antes de que aconteciera toda esta sucesión de trágicos disparates históricos con los que seguimos renqueando.

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