Joaquin Phoenix es un actor en el que podemos confiar.

Siempre nos propone un reto, que ya es bastante en el cine, independientemente de que banquemos o no el resultado, como en el caso de Joker, que dividió a los perros blancos y a medio mundo.

Yo la amé, pero entiendo que muchos de ustedes y de mis colegas la odiaron con sus razones.

Volviendo con el hermano de River, él no es una estrella que se haya conformado con la fama conciedada y el progresismo deluxe, como el Di Caprio de la inmirable Dont Look Up, sino el intérprete que empezó como símbolo de la generación X en To Die For, después se permitió una evolución en Walk The Line, alcanzó un pico de madurez en The Master e incluso se hizo un falso documental para burlarse del estereotipo de un artista de su talla en la crisis de edad que le pega a los burgueses bohemios de la meca.

Un síndrome de la depresión de los que lo tienen todo, pero se sienten vacíos y en la nada, como el protagonista perdido de Im Still Here.

En la estupenda C Mon, C Mon, Joaquin Phoenix sigue profundizando en su melancolía sin cura, utilizando una película neorrealista y poética como terapia, un experimento, quizás una pieza de arte y ensayo que es uno de los coming of age, tapados en la temporada de premios, y que tranquilamente puede darle una lección de cine y modestia a Belfast, que es otro trabajo de la mala conciencia y de la nostalgia hipócrita de los privilegiados que buscan pintarse como pobres.

Una impostura, una venta de humo que rinde dividendos en el Oscar.

No es el caso de C Mon, C Mon, que parte de la narración de una historia sencilla, la del típico tío que debe cuidar al sobrino porque la madre sufre un problema doméstico con su antiguo esposo, del que se separó.

Todos mordidos por el perro rabioso de la congoja, que es una enfermedad muy nuestra de los millenials y de los que padecemos síndrome de fatiga, por la obligación de trabajar 24 por 7, en busca de la felicidad y el éxito.

C Mon, C Mon expone los rasgos y los vicios de una generación quemada, la nuestra de treintones y cuarentones, en un perfecto blanco y negro, que retrata las soledades y las incomunicaciones, que ahora vivimos en la pandemia.

Si el recurso fotográfico luce como un gimmick en Belfast, en C Mon, C Mon reclama una herencia del underground de Cassevetes, que luego consagró Woody Allen en Manhattan, una que los acristalados quieren cancelar, por cuestiones de ideología y agenda. Espero que permanezca con nosotros hasta que el futuro nos alcance.

Si mal no recuerdo, Joaquin Phoenix protagonizó una de las últimas buenas películas del hombre del clarinete, llamada Irrational Man, cuando los “A listers” buscaban legitimidad cultural en las dramedias de Woody.

De modo que mi mente multivérsica, que formateó Marvel, encuentra conexiones entre C Mon, C Mon y el mejor Allen, aunque se molesten las ligas de la decencia y la corrección política.

Aparte de ello, la cinta nos depara uno de los descubrimientos de la década en el casting del niño, Woody Norman, uno de esos chicos que el cine crea cada cierto tiempo, como retrato de una infancia y una adolescencia feliz, con sus altos y bajos.

En la comparación con Belfast, voto por el pibe de C Mon, C Mon, pues nos habla del presente y sus incertidumbres, no de un pasado embalsado por una manufactura qualité de época.

Cierto que Belfast es el cine de papá de la academia, mientras C Mon, C Mon sería una que adopta el desparpajo del modelo de 400 Golpes, al entregarse a un devenir y a un ejercicio experimental que enriquece nuestra experiencia, con un viaje lleno de gracia y espontaneidad, amén de las magias y los encantos de la dirección.

Como plus, un tratado del sonido, como lo fue Impacto de Brian De Palma, dándole protagonismo a un artesano del registro sonoro, cuyo oficio siempre ha sido considerado menor en la industria.

La academia no lo entiende, y por eso el premio siempre se entrega a la película equivocada, por el motivo erróneo.

En efecto, una carta de amor al sonido y al arte de escuchar, como C Mon, C Mon, no ha obtenido la postulación al Oscar.

De la hondura de su diseño acústico, se ocupa la producción de Joaquin Phoenix con un niño que es lo más, en una singular y bienvenida fusión de una dramedia de Allen con los experimentos “mumblecore” de mezclar a la ficción con el documental.

Porque el personaje principal se embarca en un viaje por la Norteamérica que no aparece en el Oscar, para preguntar a los chicos si son felices, como en Crónica de un verano.

El tío es un periodista radiofónico, que hace una labor en vías de extinción: reportajes con testimonios y sonidos de ambiente.

Cuando la vean y la escuchen, se sumergirán en un terreno de la memoria que no es exclusivo de Apichatpong Weerasethakul.

Hay gente que sabe contar lo mismo con más empatía y menos pompa solemne de Cannes.

Anoten las citas literarias que atraviesan y ennoblecen el metraje.

Una auténtica película que refresca la pantalla.


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