Al contrario que la música, que la pintura, incluso que el cine, la literatura puede absorber y digerir cantidades ilimitadas de burla y de humor” (Michel Houellebeck).

Tengo que admitir que estoy bastante de acuerdo con esta afirmación de Michel Houellebeck, poeta y novelista francés, autor entre otras obras de Ampliación del campo de batalla y Plataforma”. Es más, yo considero que la literatura tiene una capacidad narrativa y descriptiva muy superior al cine. Esto iría en contra del precepto popular de que una imagen vale más que mil palabras, pero yo soy muy partidario de cuestionar los preceptos.

Es muy cierto. Aun reconociendo el valor del séptimo arte y siendo un gran aficionado al cine, nunca una película puede aportar, a nivel intelectual y sensitivo, lo que aporta un libro. Bajo mi punto de vista, la brevedad del cine nada tiene que ver con el tiempo que, normalmente, nos encontramos imbuidos de una novela, empatizando con los personajes hasta el punto de, muchas veces, echarlos de menos tras terminar el texto.

Y es muy propio del cine versionar novelas que han resultado un éxito editorial para, en el mejor de los casos, no estar a la altura, y en la mayoría, destrozar la obra original convirtiéndola en un bodrio insoportable.

Un ejemplo reseñable, por la maestría del texto y el fracaso del guión es El código Da Vinci. El texto original de Dan Brown es una obra maestra de la literatura detectivesca, plagado de personajes y situaciones, así como enigmas muy bien resueltos, que te sumerge en el libro desde el minuto uno.  Sin embargo, la película de Ron Howard, protagonizada además  por Tom Hanks, lo cual debería ser garantía de éxito, es un batiburrillo en el cual es imposible seguir la trama, incluso si, como en mi caso, has leído antes la novela. Lo mismo ocurre con su secuela Ángeles y demonios. Ni siquiera Hanks es solvente en el papel de Robert Langdon, protagonista de la saga, no logrando captar y transmitir el fondo de un personaje analítico y pragmático como lo describe el libro.

Es verdad que hay otros casos en los que las películas sí logran reflejar, con cierta fidelidad, la obra literaria. Tal es el caso, a mi modo de ver, de las películas basadas en la saga Millennium, de Stieg Larsson. Por supuesto, me estoy refiriendo a las películas originales, rodadas por directores y actores suecos. El acierto absoluto en el casting, con Noomi Rapace y Mikael Nyqvist en los papeles de Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist es determinante para la credibilidad de las películas. Sin embargo, las películas americanas, con Daniel Craig, el hombre que se interpreta a sí mismo, y Rooney Mara, son un desastre absoluto.

Es curioso. Los americanos han perfeccionado el arte de destrozar buenas historias en el cine, hasta el punto de que no solo machacan obras de arte literarias, como El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, sino que, además, son capaces de coger una buena película de cualquier otra nacionalidad y versionarla, para machacarla por completo. Esto, a mi modo de ver, se debe a la inmensa soberbia de los estadounidenses, convencidos de que cualquier cosa que otro sea capaz de hacer, ellos pueden mejorarla. Sin embargo, la realidad es que pueden convertir casi cualquier cosa en una horterada de dimensiones mayúsculas.

Tal es el caso de estas películas, cuidadosamente tratadas en su versión original, de la saga Millennium, convertidas en una mala versión de las aventuras del peor 007 de la historia del cine, después de Pierce Brosnan, o a la par. Pero no es el peor acto de mal gusto que han perpetrado, en esta línea.

Por no irme muy lejos, la película Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, filme inquietante y con unos intérpretes magníficos como Eduardo Noriega, Fele Martínez y Najwa Nimri, cuyos derechos fueron adquiridos por Tom Cruise para versionarla con el título de Vanila Sky, protagonizada por el hombre que ama los espejos, esto es, el mismo Cruise es un ejemplo perfecto.

Por no hablar del destrozo acometido con una de las mejores películas argentinas de la historia, El secreto de sus ojos, con un brillantísimo Ricardo Darín, escoltado por una deliciosa Soledad Villamil y un monstruo de la interpretación, Guillermo Francella, nunca suficientemente valorado. Una de esas películas que te hacen dar las gracias a Dios por haber puesto en la tierra a los hermanos Lumière.

En su versión americana, dirigida por un tal Billy Ray, normalmente director de series de dudoso interés, el papel protagonista lo interpreta Nicole Kidman, robando al espectador la magnífica tensión sexual entre Darín y Villamil que sí disfrutamos en su versión original y anulando por completo le intriga que te mantiene en ascuas gracias al odioso personaje que interpreta magistralmente Javier Godino.

Serían tantos los ejemplos que no viene a cuento seguir desgranándolos aquí, pero hay para mí una verdad meridiana. Hay cosas que no hay por qué mejorar. Son buenas de por sí y no necesitan que nadie venga a reinventarlas. Se lo digo yo, que he comido paella en Londres.

Y por otro lado, la literatura siempre nos da la opción de situar la acción en localizaciones que solo están en nuestra imaginación; De ponerle cara a los protagonistas. Incluso la nuestra propia. De imaginar la luz, el aroma, los olores. Es por eso que un película te entretiene un breve lapso de tiempo, pero una novela, una saga, te invita a vivir otra vida, por días, meses o años, trascendiendo al personaje, conociendo su interior y el del autor, todo en uno.

De este modo, mil palabras valen más que todas las imágenes. Sobre todo, si están escritas, negro sobre blanco.

Así que, para terminar, me permito citar a Rosa Montero, aportando, en este caso, mi versión de su cita.

El cine es como asomarse a una ventana y la novela como caminar por un paisaje”.

Nada que añadir.

@julioml1970


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