Sí, amigo lector, usted no se equivocó al leer. Lo que estoy proponiendo es que sean los políticos, los  políticos de verdad, con sentido de Estado y criterio propio, los que se encarguen de la crisis de salud actual y no los científicos (llámese médicos, biólogos, químicos, etc.). Por supuesto que no me estoy refiriendo a Venezuela, donde la escasez de verdaderos políticos –no de babiecas y tiranos– es evidente, sino al mundo en general y las funestas consecuencias (económicas, sociales, etc.) que se habrán de derivar de lo que nos acontece hoy en día, para lo que seguramente hará falta más políticos competentes que buenos científicos.

Los científicos pueden hacer experimentos, buscar medicamentos que ayuden a mejorar a los enfermos y vacunas para evitar el contagio del virus, pero los que tienen que tomar las decisiones políticas, los que tienen que gestionar este asunto del coronavirus y sus consecuencias son sin duda los políticos. Son ellos los que deben decidir (luego de oír a los científicos, por supuesto) no solo si se cierra una ciudad o una determinada  zona, si  la gente tiene que ser confinada en sus casas o si el uso de la mascarilla debe ser obligatorio; sino también si se ha de exonerar de ciertos pagos a los contribuyentes, inyectar dinero a las economías, declarar moratorias, etc. Ellos son los llamados a sopesar el pro y los contras de todas las decisiones por venir, algo que escapa al deber y la profesión de un científico.

La actividad de los científicos está muy sobrevaluada desde que nuestro mundo hizo su entrada en la Modernidad. Como dice Alan Chalmers en su texto Qué es esa cosa llamada ciencia, si queremos que algo cuele en nuestra sociedad, simple y llanamente decimos que está probado científicamente. Pero la verdad es que la ciencia (que no la tecnología ni la ciencia aplicada) está muy alejada de aquel famoso e ilusionante método científico que se nos prometió y que de existir ya conoceríamos todas las interrogantes que nos quedan por descubrir, como el origen del universo, las diferentes formas que ha adquirido la materia, o el famoso eslabón perdido. Lo que conocemos como método científico no es más que el continuo ensayo y error de presupuestos teórico, o teorías, que, para más inri, se prueban con sus propios mecanismos y lenguaje (recuérdese, por ejemplo, el caso del flogisto), lo que se ha dado en llamar “la carga teórica de la observación”. Dicho de otro modo, solo probamos  lo que ya conocemos o intuimos.

Hasta el mismo Popper llegó a darse cuenta al fin de que la evolución de la ciencia no es lineal ni se basa en todo momento en conjeturas y refutaciones, o en resolver problemas de los que ya se sabe el resultado, sino que a veces ella sufre verdaderos saltos cuando la naturaleza se niega a ser sometida a nuestros tradicionales cánones o saberes, por lo que debemos cambiar nuestro punto de vista y lenguaje, lo que abre ante nosotros otro mundo lleno de posibilidades; piénsese, por ejemplo, en la teoría de la relatividad especial de Einstein, la teoría heliocéntrica del universo, o el mismo descubrimiento de los rayos X y del continente americano.

Aparentemente, por lo que sabemos ahora, los científicos chinos experimentaron con el covid-19 atendiendo solo el avance científico que ello podía suponer y seguramente a la satisfacción personal que conllevaba el descubrimiento y manipulación de lo nuevo, pero la reflexión sobre la ética y las consecuencias sociales de dicha operación seguramente estuvieron ausentes de su trabajo. Aunque la discusión sobre la ética y la ciencia es de vieja data, hoy, con lo que está cayendo, debería estar más presente que nunca.

Para terminar, se dice que uno de los experimentos de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, acabó con la vida de su propio hermano Emil. También es conocida la leyenda según la cual dejó su fortuna a la constitución de los Premios Nobel como una forma de retribuir a la humanidad los daños que había causado la utilización de su descubrimiento. Otro tanto se podría decir de algunos de los descubridores de la fusión nuclear y su arrepentimiento ante la posterior construcción de armas de destrucción masivas basadas en sus hallazgos.


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