El 27 de enero, Día de la Memoria del Holocausto, se cumplieron 77 años de la liberación, por parte de las tropas soviéticas, de los judíos confinados en Auschwitz-Birkenau, el más siniestro y mortal de los campos de concentración y exterminio nazi, situado en Oswiecim, ciudad polaca localizada a 50 kilómetros de Cracovia. La efeméride motivó la celebración, bajo la cúpula del Reichstag, sede del Bundestag, de una emotiva ceremonia en la cual, según la agencia noticiosa DPA (Deutsche Presse-Agentur), tuvo estelar participación una «calma y serena» Inge Auerbacher, anciana de 87 años, quien a la edad de 7 fue deportada con sus padres al ghetto de Theresienstadt en Checoslovaquia. La evocación de su dura niñez ha debido conmover almas y conciencias de dos o tres generaciones germánicas condenadas a pagar con su contrición los pecados de sus padres y abuelos. Contrasta esa compunción con el brutal arrebato de intolerancia del bellaco del mazo, quien haciendo uso indebido de bienes de la nación —peculado de uso— calumnió, insultó y amenazó impunemente a periodistas y dirigentes opositores, tildándoles de ladrones y atreviéndose a imprimir carteles difamatorios para azuzar la ira de sus seguidores contra los blancos de sus dicterios: Juan Guaidó, Freddy Guevara, Tomás Guanipa, Miguel Pizarro y Stalin González, entre otros.

El mismo día del referido desagravio teutón, el impresentable teniente venido a más with a litle help of their red friends y ungido primer vicepresidente del psuv —usar mayúsculas sería degradarlas— arremetió, a través del espacio confiscado al canal de todos los venezolanos, contra  el comisionado de la Secretaría General de la OEA para la crisis de migrantes y refugiados venezolanos, David Smolansky, llamándole sionista y fascista, sin caer en cuenta, ¡falta de luces no más!, en la incompatibilidad de tales calificativos; y más grave aún, actuando en rol de  cachicamo diciéndole conchudo al morrocoy, aun cuando el auténtico fascista es él. La incultura del troglodita monaguense, cuyas lecturas acaso se reduzcan a Los protocolos de los sabios de Sion, no es excepción reglamentaria del circo bolivariano. Chávez era mitómano y mentía hasta por los codos; era, asimismo, un ignorante de siete suelas y, a fin de suplir sus carencias, prestaba oídos, ¡santa palabra!, a un reputado neofascista y negacionista del holocausto, el argentino Norberto Ceresole, y a un presunto «orientalista», también rioplatense, Lucas Estrella, autor del Oráculo del guerrero, panfleto sospechoso de «gay» de acuerdo con Boris Izaguirre —a partir de esa anatemización, Hugo Rafael dejó de cacarear las pamplinas del «pensador» con nombre de bailarín cabaretero, y arreció sus ataques verbales a Israel—.

Debido a su (de)formación educativa —la disciplina y la obediencia usurpando a la inteligencia y la razón—, el comandante có(s)mico fue incapaz de estructurar un discurso constructivo y se limitó a cultivar falacias argumentativas, embobando con ellas a quienes creyeron en sus promesas de redención. Maduro y la tribu roja de enchufados y aprovechados continuaron alimentando esa narrativa con alegatos similares a los del mesías de Sabaneta ―prueba de ello es la descalificación de Smolansky por su origen judío, pretendida por el capitán Cebolla—. La recurrente apelación a la supuesta superioridad moral o intelectual de una autoridad (ad verecundiam), la incuestionable razón del pueblo (ad populum) o, simple y llanamente, las emociones (sofisma patético), continúan, después de casi 23 años, alimentando las confusas explicaderas del írrito gobierno socialista. Y ahora echan mano alegre y olímpicamente del Reductio ad Hitlerium. Ya una vez escribí acerca de este recurso usado por la marabunta escarlata con el protervo propósito de escarnecer, tachándoles de fascistas, a quienes la confrontan y, así, poner término a cualquier discusión. No creo inútil reproducir, previa actualización, lo pergeñado al respecto hace varios años.

La expresión Reductio ad Hitlerium fue acuñada por Leo Strauss, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Chicago y autor de unas meditaciones sobre Maquiavelo (Thoughts on Machiavelli, 1958). Se la conoce también como argumentum ad nazium, y es una falacia a la cual Maduro, Padrino, Rodríguez (él y ella) & Cabello recurren con inusitada frecuencia a fin de estigmatizar a sus opositores, esquivar debates y disfrazar con un envoltorio de jaquetonería su desnudez conceptual; pero ni aun con su ominosa postura logran desmarcarse de la conspiranoia y las consecuentes  aprensiones,  pesadillas y  fantasmas, concomitantes con su manía persecutoria y su predisposición a dudar de su entorno, pues al afirmar «a nosotros  no nos van a tumbar», uno infiere que temen a quienes tienen el control de  los medios para derrocarles, es decir, al psuv y, naturalmente, a la FANB. Y contra esta dupla muy poco o nada podrían hacer los mil ancianos.

Sumemos a la monotemática chifladura color rubí el culillo refrendario recientemente expuesto y se entenderá cómo se bate el cobre en la fragua bolivariana, tanto en lo concerniente al porvenir de Maduro, cuanto al destino del proyecto chavista; se entenderá, igualmente,  por qué siempre flota en el aire y pende sobre nuestras cabezas, cual espada de Damocles, la amenaza de una implantación, porque sí, de una estructura paraconstitucional basada en el empoderamiento a dedo de los consejos comunales, a fin de suplantar el esquema de organización del poder público pautado en la carta magna con un modo de dominación social en sintonía con la vocación de perpetuidad de la camarilla milico civil; un modelo donde las decisiones se tomen en incondicionales y tumultuarias asambleas populares mediante  «la señal de costumbre».  Esta vía dio lugar a engendros tan perversos como la Revolución Cultural china o los jemeres rojos de Kampuchea, y es vista con recelo por unos cuantos aspirantes a engrosar la narcoburocracia municipal.

Ese proceder, y el pánico a la Corte Penal Internacional, explicarían la pintoresca y precipitada campaña contra la corrupción, emprendida por el acusador público a instancias de Nicolás. Mas esa prédica, y porque la corrupción es inseparable del omnímodo poder revolucionario, es mera hipocresía: un engañoso saludo a la bandera con infundadas esperanzas en la absolución del imputado presidente obrero y en el reconocimiento y legitimación del régimen. El partido de gobierno, defensor de hegemonías y exclusiones de todo tipo, se estructuró conforme al modelo leninista —centralismo democrático fue llamado en la jerga bolchevique— que coloca formalmente la autoridad suprema  en manos de  su Congreso General;  pero,   «por razones prácticas», este la delega en el Comité Central (o algún organismo semejante) el cual, a su vez, lo transfiere al buró político (vicepresidentes en el caso del PSUV) para, finalmente, caer en manos del secretario general o el presidente del partido y, en nuestro caso, también de la República: estamos sometidos entonces al mandato de un partido —o de una coalición bipartidista: PSUV-FANB— a la medida del talante autoritario de su inspirador y, en las actuales circunstancias —dadas las contradicciones y pugnas en su seno—, tal vez sea el refugio menos recomendable para un presidente que navega a la deriva y podría naufragar por impericia en la conducción de la nave gubernamental o por el amotinamiento de su tripulación. Esa hipótesis no escapa a los cálculos del Trucutú de El Furrial.

La oposición, con tantas variantes como la covid-19, no ha escapado al proceso de nazificación del psuv y las organizaciones agrupadas en el canallescamente autodenominado polo patriótico. Sus juicios (los de las diversas modalidades de la disidencia) están supeditados al «si no estás conmigo, estás contra mí»; y, en nombre de su enfrentamiento al chavismo hacen suya la lógica de este. La irracionalidad de esa oposición lobotomizada por el adversario —facistizada— es una insalvable barrera para alcanzar acuerdos en cuanto a estrategias orientadas a deponer el contubernio maduromilitar. Por eso, quienes saben cómo se bate el cobre saludan con un efusivo Heil! a la despelotada contra chavista. Es difícil sacudirse el Reductio ad Hitlerium, porque como bien sostiene Mario Vargas Llosa, «los comunistas no saben gobernar, pero sí conservar el poder».


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