Se equivocaba Marx cuando aseguraba que con la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y el inicio de un Estado proletario, los obreros se convertirían en dueños dando comienzo a una sociedad comunitaria e igual. Lo que sucedió en realidad fue que una pequeña élite, encabezada por líderes como Stalin, acumuló un inmenso poder y riqueza, mientras que la gran mayoría de la población vivía en la pobreza y la opresión. Se crearon nuevas élites que concentraron el poder para enriquecerse a sí mismos.

La experiencia en la Unión Soviética o, existente todavía, en Cuba, ha demostrado que la naturaleza del ser humano se mueve a través de intereses privados. Se trate de obreros o empresarios, el interés personal se ha sobrepuesto dando lugar a sucesos terribles.

Los asesinatos en masa, las guerras civiles motivadas por conflictos raciales, económico-sociales, son la muestra clara de que, como seres humanos, aún nos movemos por instintos primitivos. Especialmente los políticos. La idea romántica de que un político busca el poder solamente para asegurar su compromiso con el bienestar de la sociedad es una ilusión que ha sido desmentida por la historia una y otra vez.

La realidad es que el poder, en cualquier forma que se presente, tiende a corromper. Y aquellos que lo detentan, ya sea en regímenes comunistas, populistas o capitalistas, a menudo buscan su propio beneficio y privilegio en lugar del bienestar de la sociedad en su conjunto. Los líderes políticos se enriquecen a sí mismos y a sus allegados, utilizan su posición para acumular riqueza y perpetuarse en el poder, sin importar las consecuencias para el resto de la sociedad.

El acierto de la democracia liberal fue precisamente entender la naturaleza humana y lidiar con ella. Más allá de creer en una utopía en la que los intereses personales desaparecen, la democracia liberal reconoce que los seres humanos tienen intereses y motivaciones individuales, pero busca establecer sistemas de control que limiten el abuso de poder y promuevan el bienestar de toda la sociedad.

Si bien no es perfecta y también enfrenta sus propios desafíos, la democracia liberal ha demostrado ser un sistema que permite una mayor protección de los derechos individuales, la promoción de la diversidad y la pluralidad, y la construcción de sociedades más justas y equitativas.

El ejemplo de la Unión Soviética y del comunismo solo sirve para ilustrar que lo que vivimos en la actualidad no es, ni de lejos, algo nuevo. Élites que se forman hoy bajo la égida de regímenes populistas demuestran que el problema sigue siendo el mismo. El nacional-populismo, el i-liberalismo que hoy encarnan figuras como López Obrador, Evo Morales, Erdogan o Díaz-Canel, son la nueva representación de un espejismo. No seamos ingenuos.

No esperemos entonces un líder salvador para las próximas elecciones. Un nuevo político que prometa maravillas imposibles. Busquemos mejor que nuestras leyes los limiten, que las instituciones los controlen. Eso solo podemos lograrlo en democracia.

La democracia liberal, a pesar de sus imperfecciones, ha demostrado ser un sistema que reconoce esta realidad y busca equilibrar los intereses individuales con el bienestar común. Eso ha dado mucho más resultados en el mundo que las ilusiones vaporosas que hoy, igual que ayer, quieren vendernos. No caigamos en la trampa de idealizar a ningún político, esa no es ni será la solución.

Artículo publicado en el diario El Universal de México


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