Marta Valiñas, presidenta de la Misión Internacional Independiente de Investigación sobre Venezuela

Mucho se ha dicho y escrito en pocos días, aunque nunca será suficiente, sobre lo que asoma el informe resumido y desarrollan las conclusiones detalladas que presentó la Misión Independiente de Verificación de Hechos que hace un año recibió del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Entonces recibió el mandato de “investigar las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias y las torturas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes cometidos en Venezuela desde 2014 a fin de asegurar la plena rendición de cuentas de los autores y la justicia para las víctimas”.

Tiene entre sus antecedentes lo recogido en detalle por informes y actualizaciones de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (especialmente los de junio de 2018, julio de 2019, septiembre de 2019, marzo de 2020 y septiembre de 2020) y por el Informe de la Secretaría General de la OEA y el Panel de Expertos (2018) en proceso de examen preliminar por la Fiscalía de la Corte Penal Internacional. Con todo, leer lo que ahora reporta la Misión Independiente produce espanto ante lo extremo y sistemático  de la represión, consternación ante la magnitud de los sufrimientos y daños causados a las víctimas, a la vez que indignación ante lo que más allá de la cruda, por precisa, descripción de incidentes y casos, evidencia patrones de conducta en los que quedan expuestas las cadenas de responsabilidades personales.

Las páginas del informe y de las conclusiones detalladas ofrecen muchas lecturas. La primera y más obvia es considerarlas insumo significativo para un expediente penal. Sobre esto la misión argumenta en sus páginas que “aunque su estándar de prueba es inferior al que se requiere en los procedimientos penales, es suficientemente alto para indicar que se justifica la realización de ulteriores investigaciones”. En este sentido, la importancia de incluir el estudio detallado de los casos pendientes (que incluyen los vinculados al Arco Minero), ha alentado a países miembros actuales del Consejo de Derechos Humanos  a solicitar la renovación de su mandato e insistir en que se permita el acceso al territorio venezolano. En efecto, antes y después de presentado el informe en la sesión del Consejo, ha habido abundantes y francas expresiones de rechazo y preocupación ante lo allí verificado, así como de apoyo a la extensa lista de recomendaciones al gobierno. Pero pese a la precisión y transparencia metodológica con las que la misión ha presentado los hechos y la documentación sobre sus infructuosas gestiones ante el Estado venezolano -o quizá precisamente por eso, en plan de autodefensa- se han manifestado las críticas y rechazos previsibles por parte del propio gobierno venezolano y por regímenes como los de Cuba, Rusia, China, Nicaragua, Siria, Irán, Bielorrusia, Corea del Norte, Myanmar, Laos y Camboya, con su evidente denominador común.

Y así se introduce otra lectura, la de la dimensión e implicaciones políticas de lo que el informe revela, no solo sobre los aprendizajes represivos del régimen venezolano, sino sobre los alcances del escrutinio internacional y de la responsabilidad gubernamental: para comenzar,  ante los venezolanos; pero también en el marco más amplio del derecho internacional de los derechos humanos y, particularmente, del derecho penal internacional. Se ha vuelto a poner sobre la mesa -desde la Presidencia interina- el tema de la responsabilidad (internacional) de proteger, pareciera que con más realismo y mayor cuidado del usual en su formulación, al menos en lo que se refiere a  la propuesta de mayor y mejor alineación de los apoyos políticos internacionales, sin duda necesarios a la causa democrática que, en medio de los horrores que el informe describe, sigue buscando cauces para construir una salida democrática.

Finalmente, y quizá lo más importante en lo inmediato, está en la lectura humana del informe, que no solo renueva los sentimientos de condolencia y solidaridad hacia las víctimas y sus familiares, sino el respeto por quienes a pesar de ser víctimas o de estar en riesgo de serlo, resisten. Esa resistencia se manifiesta de muchas maneras que el informe ayuda a valorar, tales como la denuncia, en la que han sido y son claves el trabajo periodístico de investigación y los informes de organizaciones de la sociedad civil; los testimonios personales y su provisión de datos; la faena de los abogados, defensores de derechos humanos, organizaciones no gubernamentales y centros de derechos humanos universitarios que no desamparan a las víctimas. De esta lectura también pueden extraerse dos mensajes sobre la dirigencia política democrática: por una parte, la constatación de los costos y riesgos de toda índole que les imponen las situaciones de asedio, represión y muerte que el informe documenta; por la otra, la mezcla de respeto por quienes han asumido genuinamente esa responsabilidad, pero también de exigencia de mayor y mejor confluencia en la complejísima, costosa y riesgosa faena de reconstruir humana, material e institucionalmente a Venezuela.

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