No es este un apologético escrito en defensa de María Corina Machado, puesto que no requiere tan recia dama que caballero en armadura alguno la defienda por ser ella su propio «caballero», ni tampoco una suerte de catilinaria contra Henrique Capriles, máxime porque es él el más creíble de sus acusadores —y el mejor compositor del epitafio del sepulcro político que se está labrando en su cuna de malcriadez—. Es más bien otra exhortación a una unidad —entre auténticos opositores, por supuesto— contra la que en este instante están atentando los mismos que dicen querer promoverla, por una parte, y quienes siguen sin ver más allá de sus propias «verdades» e intereses, por la otra.

Acerca de lo primero, basta decir que si bien fue un acierto el paso dado por Guaidó —aunque luego de su larga e innecesaria posposición— para promover un consenso en lo referente a unas nuevas estrategia y acciones de lucha orientadas a la consecución de los tres objetivos respaldados por la mayoría de los ciudadanos del país y el mundo democrático a principios de 2019, esto es, el cese de la usurpación, el establecimiento de un —efectivo— gobierno de transición y la subsiguiente —y pronta— realización de unas elecciones libres y transparentes que conduzcan al establecimiento del primero en una segunda y sustantivamente mejor era democrática en Venezuela —una duradera—, no es menos cierto que sigue faltando esa mayor amplitud que tanto se ha reclamado, durante este último año y medio, como condición necesaria —pero no suficiente, como es obvio— para la materialización de un verdadero consenso en vez del simulacro de uno que no pase de la solapada imposición de las ideas de los mismos cuatro o cinco que en el transcurso del mencionado período, más allá de algunas otras acertadas acciones, incurrieron en garrafales y costosísimos errores por su sordera, terquedad y, en ocasiones, soberbia.

El que diga que ahora sí se está oyendo e integrando a toda esa parte del país con deseos de hacer valiosos aportes, y con las competencias para en efecto hacerlos, es porque está observando los hechos a través del prisma del «quisiera» y no de aquel menos grato del «es», y solo hay que preguntarse —tal como recientemente lo advertí— qué papel están desempeñando en la construcción de tal «consenso» las universidades, las academias y sociedades científicas, las asociaciones profesionales, los periodistas, los intelectuales y tantos otros actores de múltiples ámbitos para darse cuenta que, simplemente, han sido, o mejor dicho, hemos sido excluidos. Y si ello es deliberado o no, realmente no importa; el hecho es que se podría desperdiciar así la que quizás sea la última oportunidad de alcanzar la unidad con la fuerza y las «armas» requeridas para arrojar al exterminador tinglado chavista a lo más profundo del averno.

No obstante, no es este el principal problema, ya que aun cuando los excluidos, con la grandeza que exige el momento histórico, sí apoyemos lo que aquellos mismos cuatro o cinco, junto con tres más, decidan tras los bastidores de unas muy incompletas y, en ocasiones, sectarias consultas —de las que, además, poco se sabe aparte del «se está haciendo» que algunos pretenden que se tome por los hechos—, la mayor amenaza a la unidad la seguirán constituyendo ese puñado de actores «políticos» que ven en la política un terreno para el despliegue de su vanidad y la satisfacción de sus caprichos más que para la construcción de una carrera proba y, por ende, al servicio de la sociedad, como las de Nelson Mandela o Adolfo Suárez —por solo mencionar dos de los no tan numerosos titanes que cambiaron, para bien, los rumbos de sus naciones—.

Claro que esto quizás se evitaría de deslastrarse de exclusiones y opacidad la construcción del consenso, por cuanto ello daría lugar a una opinión pública mayoritaria cuya presión le pondría coto a los despropósitos de «políticos» como Capriles, que hoy actúan como actúan por estar aquella fragmentada a consecuencia del influjo de ellos mismos y de otros actores que no han sido inteligentemente integrados a un conjunto que debería ser la suma de todo lo que no es parte de la nomenklatura criolla y del sector que la sostiene. Pero hay asimismo un factor que ha sido recurrente en la política —o, más bien, politiquería— venezolana y que, cual prevenible enfermedad, ha sido nuevamente fomentado en estos años por la propia sociedad opositora, a saber, el nefasto personalismo.

Una larga lista de «líderes» que incluye a Capriles y a Guaidó, así como lo que antes ocurrió con Chávez, y antes de él con Caldera o Pérez, y antes con Gómez o Pérez Jiménez, y mucho antes con Páez, Monagas o Guzmán Blanco, y antes incluso con Bolívar —quien, sin embargo, no debería jamás considerarse como parte de grupo alguno, sino como un personaje singular y extraordinario por sus acciones y estatura ética sin par—, da cuenta y razón de esa arraigada tendencia, no solo de la oposición de estos casi 22 años, sino de la Venezuela republicana en general, a adherirse con supina ceguera a líderes en lugar de adoptar y trabajar por un proyecto de país a muy largo plazo para cuya materialización, necesariamente, deberían también trabajar y sucederse efectivos y democráticos equipos de gobierno; una tendencia que ha llevado siempre, como ahora, al mismo ensalzamiento de quienes no requieren más que tres elogios —si es que en verdad los requieren— para creerse destinados y con el «derecho divino» a ascender a una «cumbre» desde la que puedan ejercer una absoluta potestad sobre la vida y la muerte de reverentes «súbditos».

¡Tamaña insensatez! Una que seguirá dándole a esta misma sociedad a sus Chávez y Capriles, por ejemplo, en lugar de gerentes con los pies en la tierra, esto es, con ambiciones, sí —como es natural y válido—, pero enmarcadas por una realidad de generalizada exigencia de probidad y de respeto a las reglas de una sana democracia en la que el personalismo, sencillamente, no tiene cabida.

Si se analiza con atención lo señalado por María Corina Machado —con quien concuerdo solo en parte, como cabe esperarse, ya que ninguna persona piensa igual que otra— tras su reunión con Guaidó, y por lo que ha sido puesta de manera injusta en la picota, no deja de haber en sus palabras una advertencia sobre esa forma de hacer «política» en torno a un «ungido» en vez de hacerla guiados por proyectos realmente surgidos del consenso y no de algo que lo parezca, y es esto lo que deberían terminar de entender tanto la ciudadanía, en primer lugar, como el «liderazgo» político, para poder alcanzar una unidad emancipadora, sobre todo por el enorme riesgo que los «ungidos», por muy nobles que parezcan, suponen para los pueblos —y para la sociedad global—; riesgo que George Martin supo retratar como nadie por conducto de esa maravillosa metáfora de la caprichosa «quebrantadora de cadenas» que, desde las alturas a las que la elevaron sus propias fantasías sobre sí misma, acaba quemándolo todo después de comprobar con amargura que la vida y el mundo no se ajustan a lo que una sola persona cree o anhela.

No es fortuito el que en Venezuela, como autoimpuesta regla histórica, las caras de los «políticos» no cambien o lo hagan muy poco en el transcurso de las generaciones, lo que contrasta con lo que ha ocurrido en el mundo democrático más desarrollado, en el que la supervivencia a largo plazo de los políticos en la política está supeditada a la producción de resultados, no a una especie de fervor hacia ellos.

¿Algún día esto se entenderá? Y más aún, ¿se entenderá en esta tiranizada Venezuela de hoy que sigue cifrando sus esperanzas en «ungidos», en «quebrantadores de cadenas» —que nunca han quebrado una—, en lugar de procurar con unidad e inteligencia su propia libertad, sumando para ello todas las fuerzas internas y externas necesarias?

Hago votos para que así sea y para que actores como Guaidó se cuenten entre los muchos que lo comprendan.

@MiguelCardozoM


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