Posiblemente Barquisimeto tenga más habitantes que Islandia, pero en Reykjavic, su capital, viven cerca de treinta o cuarenta venezolanos, entre ellos mi nieta Claudia de veintitantos años de edad, que no vive en esa ciudad sino en un pueblo del interior. ¿No es maravilloso? ¡No! ¡Lo  es solo para mí! Estoy por creer que el venezolano ha perdido su capacidad de maravillarse. La vertiginosa velocidad de la información, de las imágenes, particularmente las audiovisuales; su uso desmedido (¡me refiero también a los efectos especiales del cine!) y la certeza de que lo ya visto una y otra vez parecen haber desgastado la atención que pudo haber dispensado a determinados hechos o acontecimientos.

Que yo sostenga conversaciones con mi nieta que vive voluntariamente en un pueblo de Islandia me produce un inevitable y maravilloso asombro porque la escucho como si estuviera apenas a dos pasos de distancia y la veo con pasmosa nitidez cuando su imagen aparece en un minúsculo teléfono.

¡Me dio por llorar escuchando un aria de Orfeo y Eurídice, 1762, la ópera de Gluck! Y me estremezco aun más porque constato que la tecnología avanza a pasos desmesurados mientras mi sensibilidad lo hace al ritmo de los enanos amigos de Blanca Nieves y aúllo como los lobos y suspiro extasiado cada vez que la luz del sol llena a la luna con más júbilo que nunca en las semanas de agosto… Yo era niño cuando Lindbergh cruzó el Atlántico piloteando el Espíritu de San Luis, pero en la hora actual una sonda en el espacio está navegando hacia Saturno y el pensamiento aristotélico tardó largo tiempo en ser sustituido o superado.

Pero en las revelaciones que ofrecen los perfeccionados mecanismos fotográficos encuentro sorpresas y asombros y descubro en la flora y en la fauna aspectos nuevos que despertarían, al menos, la curiosidad en ese ser que ha dejado atrás el don de maravillarse.

Sé, por ejemplo que Tita Beaufrand dejó de cantar y hoy explora con sus cámaras fotográficas la belleza natural de una flor y la materializa en imágenes sensibles y al hacerlo genera relaciones insospechadas y diálogos estremecedores entre los colores que han vivido secretamente en el interior de la flor. Al aumentar el tamaño de la flor o de una hoja descubre un microcosmo que se  convierte en un amplio y generoso espacio de desconocida belleza. Una tecnología al servicio de la más pura y exquisita sensibilidad. Si el hombre privado de la mirada de maravillarse logra admirarse ante esta nueva, sorprendente y asombrosa flor, podrá entonces extasiarse ante el colorido plumaje de algunas aves o frente a la tersura y brillo de la piedra del río bañada por el tiempo de las aguas que la cubren y acarician desde hace siglos.

Cuando adquirimos ese don de maravillarnos, la insignificancia se otorga a sí misma una importancia particular y la hoja que cae, la piedra del camino, la flor arrancada del jardín vecino, el dibujo torpe e ingenuo revelan secretos de enorme deslumbramiento y cuando siendo niño tropecé con las imágenes cinematográficas supe que la vida se abría para mí y supe también que cada vez que se proyectaba una película se estaba oficiando el ritual de una nueva manera de vivir, la glorificación no solo del hecho de vivir en el cine sino de viajar fuera de uno mismo, gracias a las imágenes proyectadas, para hundirnos en las arenas movedizas del pasado, palpar el presente siempre imprevisto y ser testigo de alguna terrible guerra en la mas remota galaxia. Y me hice un ser atento y sensible que sufre al reconocer la insólita capacidad de unos sujetos llamados bolivarianos que en pocos años han convertido en ruina a un país que, no obstante, fue alguna vez orgullosa nación y águila de alto vuelo.


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