El actual cronista de la ciudad quiso, con las primeras palabras de su recién estrenado nombramiento, iniciar un viejo debate sobre la fundación de la ciudad y como todo buen chavista que cree que las maldiciones y los carajazos cancelan cualquier discusión proclamándose ganadores, mandó al carajo a Ambrosio Alfinger como supuesto fundador de la ciudad.

Si la ciudad pasara por una situación normal, si nuestras noches fueran placenteras bajo el discreto zumbido de los aires acondicionados, si  poner gasolina en el carro fuera una cuestión de minutos y no de días y noches enteras, si sus calles estuvieran iluminadas y perfectamente asfaltadas, si los marabinos pudieran transitar por las calles sin ser molestados por la matraca de los… policías y de ser asaltados por los delincuentes; si hubiese dinero en efectivo y los comerciantes cobraran en bolívares, aunque estos estuvieran lo depreciados que están y no en dólares en billetes de nominaciones superior a un dólar; si se consiguieran en las farmacias los medicamentos que se necesitan, por ejemplo, Paracetamol; si el Hospital Universitario, el Central y el Chiquinquirá fueran hoy lo que una vez fueron, si morirse no fuera una incomodidad por la falta de urnas, si la ciudad no fuera el perol en que la convirtieron, entonces, solo entonces, pudiéramos discutir quién fue el fundador de la ciudad hace más de 400 años. Pero hoy las urgencias de la gente son otras, nuestras emergencias como ciudadanos son otras.

¡Ah! Todavía tenemos recuerdos que nos sirven como verdadero asidero de la esperanza para recuperarla como hábitat vivible.

Recuerdo, cuando niño, hace ya mucho tiempo, que  iba algunas veces con mi abuela materna y otras con mi tío al centro de la ciudad. Íbamos al mercado. Había de todo. Tanto había que mi abuela  conoció allí a quien sería su último marido, un talabartero llamado Domingo, que no la hizo precisamente feliz.

Me gustaba, la ciudad estaba llena de símbolos, de edificios bellísimos, todavía hay algunos, solo que convertidos en sucios depósitos, como ese donde sirven de guardianes dos musculosos atlantes, que la gente llama “Los sansones”

Cuando me hice mayor, justo a los 18, y salí de la tutela de mi abuelo paterno y de la calle donde vivía bajo su autoridad, descubrí la avenida Bella Vista. Que belleza, todavía a ratos, en ataques imprevistos de melancolía, me viene a la nariz el agradable olor del pan recién salido del horno de la Panadería Bella Vista. Entonces iba descubriendo cada rincón de la ciudad y hasta el cielo sobre ella me parecía el más hermoso del mundo.

Todas las canciones, todas las gaitas y todos los  poemas que le cantaban a la ciudad no hacían más que dar cuenta perfecta de ella.

En los setenta, en los ochenta y aún en los noventa, cuando nos alcanzó el ascenso de los precios petroleros y su terrible declive, casi en el mismo movimiento, la ciudad seguía teniendo su personalidad intacta y seguía siendo una ciudad bella, claro que había cambiado, el carácter de la ciudad y de su gente no es inmutable, pero el marabino sabía moverse contemporáneamente con los movimientos críticos de la ciudad y construía nuevas oportunidades.

Pero entonces llegaron ellos y la ciudad fue perdiendo su brillo y la gente, antigua habladora, chistosa y risueña, se tornó un poco taciturna, como si una epidemia de infinita tristeza la hubiese asolado y de aquellos atardeceres y noches jubilosas de la segunda ciudad del país, con sentimientos internos de saberse la primera, solo quede una oscurana que va haciéndose sólida en la medida que anochece.

Nadie sabe si fue por incompetencia, por pura ineptitud ejecutiva o por pura maldad y odio hacia la ciudad y su gente, pero lo cierto es que, como si hubiera formado parte de un plan perfectamente concebido, la ciudad se fue muriendo, mejor, a la ciudad la fueron matando poco a poco.

Una ciudad fantasmal,  solo los alrededores de las estaciones de servicio expresan vida donde la gente espera con paciencia poner 30 litros de gasolina a su carro. El resto es un enorme vacío. La avenida Bella Vista, los alrededores de la plaza La República, una parte de la Avenida 72, que eran los centros neurálgicos de reuniones en los cafés, hoy nos muestran otros aires y uno no sale del asombro.

La soledad de la ciudad se vive ya a las 6:00 de la tarde, tal vez, un poco menos. Si usted piensa ir acompañado de su mujer, por ejemplo, a comerse un buen sándwich de pan rústico, con jamón de pavo, aceite de oliva, tomate y orégano, con un buen café con leche que vende uno de los pocos café emblemáticos que quedan en la ciudad, a esa hora, la hora pico como quien dice, en la que hace pocos años era imposible estacionarse, hoy ya está cerrado.

Usted puede elegir un café que ha sido la competencia del anterior toda la vida para pedir un sándwich parecido, se trata de Jeffrey, pero le advierto que ha sido una mala decisión, pues  a esa hora, las 6:10 pm, también está cerrado.

No hay alternativa, la ciudad queda desolada, sin tráfico, sin gente, como si fuera una ciudad fantasma en las que solo faltan las bolas de paja acompañada del aullido del viento corriendo por sus calles.

Por eso, señor cronista de la ciudad, vaya a la casa del alcalde y a la casa del gobernador, y dígales que se asomen por las ventanas de sus residencias –de allí tienen una buena imagen de la ciudad– y deles aliento para que gobiernen bien, la ciudad lo merece; y si, como sospecho, no pueden, no porque no quieran, siempre se quiere, pero la incompetencia, la negligencia, la falta de preparación y la incultura que los caracteriza son obstáculos mayores, los invito a que por el bien de la ciudad y su gente, ellos sí, se vayan para el carajo, a hacerle compañía a Ambrosio Alfinger.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!