Don Manuel con su sobrina Eva Colmenárez y su nieta Ana Daniela

Cuando los gallos comenzaban la diaria faena de anunciar la aurora, ya don Manuel Gómez se encontraba revisando los cortes de caña de la Hacienda Santa Elena, un extenso predio asentado en el Valle del río Turbio.

Narraba con entusiasmo que siempre gustó despertar antes del amanecer, “un secreto ancestral para alcanzar la vida eterna”, -decía con picardía. Pero don Manuel guardaba otro secreto: y era que levantarse antes del cantar de los gallos le permitía ocupar un asiento privilegiado en el concierto que producía la ensordecedora sinfonía del centenar de aves que cohabitaban en el espigar de aquella hacienda del vasto territorio ocupado anteriormente por el Tirano Aguirre.

Pero precisamente hablar del Valle del Turbio, es remontarnos a aquellos años del siglo pasado en aquel paraje en donde se producía cacao, maíz y más tarde caña de azúcar.

A principios de la centuria pasada, un grupo de hombres visionarios, nacidos en las labores del campo, divisaron en tierras del Turbio, un futuro próspero: fundaron haciendas y construyeron centrales azucareros.

Manuel Gómez de mozo

Hablo entonces de familias preclaras como los Yepes Gil y los Gil García, que se asentaron en el Valle del Turbio antes tierras dominadas por el Tirano Aguirre y posterior escenario de encuentros entre las tropas republicanas y realistas, una al mando del Libertador Simón Bolívar y la otra comandada por Francisco de Oberto.

¿Pero quién fue nuestro personaje? ¿A qué se dedicó en su tránsito vital? ¿Por qué razón se estableció en los fértiles valles del Turbio? Pues esta historia fascinante, la cual ha esperado años para relatarse, es solo un abrebocas dada la magnitud ejemplar de nuestro biografiado.

Encontramos a don Manuel Gómez, taciturno, semitumbado en su hamaca. Murmuraba entonces sobre los destinos de Cabudare como centro urbano y su crecimiento desproporcionado, “comiéndose” los solares productivos, dando paso al concreto al tiempo que se derriban aquellos cimientos que situaron a Palavecino en uno de los primeros distritos productores de caña de azúcar del país, que otrora fue referencia cacaotera compitiendo con los ricos valles de Aragua.

Don Manuel Gómez frente a la casona de la Hacienda Santa Elena

Sus ojos azulados, de mozo, cautivaron corazones. La tez blanca, su recia voz y sus conocimientos derivados de las inagotables lecturas, le atizaron una imagen de hombre sabio y poderoso, aunque ese último término era detestado para él, pues se definía como un hombre de campo, sencillo y bonachón.

Un hijo del Turbio

Don Manuel llegó a tierras del Valle del Turbio proveniente de lares morandinos a la tierna edad de 15 años. Había nacido en Humocaro Bajo, el 17 de junio de 1914. Recordaba con gratitud a Felicia Gómez, su progenitora, aunque refería que su padre don Francisco “Paco” Gil García, se lo entregó –muy pequeño y en adopción– a una dama amiga de la familia, para “que lo criara bien”.

Eva Colmenárez, su adorada sobrina, que con devoción permaneció buena parte de sus mejores días junto a don Manuel, narra que ya zagaletón se fue a fundar una hacienda productora de café que don Paco había adquirido en Las Parchas, un caserío muy cerca de Sarare, antiguamente jurisdicción palavecinense.

Advierte don Manuel, que aprendió muy bien el negocio de cultivar el café, la variedad de las plantas y su cosecha, lo que lo llevó a ganarse rápidamente la estima de su padre, hombre recio “que no se le aguaba el ojo”.

De café a cañamelar

A los 18 años, y luego de haber fortalecido Las Parchas, don Paco le propuso a Manuel, emprender una nueva vida y fundar otra hacienda, esta vez en Cabudare, en las fértiles tierras del Valle del Turbio, cambiando de café a cañamelar.

Don Manuel Gómez y su nieta Ana Daniela. Ambos se acompañaron siempre con una sonrisa

Sin dudarlo acompañó a su padre en la nueva empresa, adquiriendo una generosa porción de tierra, superior a las doscientas hectáreas, a la que denominó Santa Elena, que para la década de 1950, su producción ascendió de 350 a 800 toneladas por zafra.

Con habilidad Manuel controló el mercado de la caña junto con otros hacendados de la zona, y como encargado y administrador de Santa Elena la ubicó en unos de los mejores predios del preciado valle.

Manuel no solo conocía cada palmo de la industria del cañamelar, sino que comprendía el arte del riego a través de bucos y canales, la proporción exacta de agua y el tiempo. Una habilidad envidiable para un hombre que había cursado solo cuarto grado pero que dominaba la gramática y las matemáticas como cualquier catedrático o astrofísico.

La visita de cupido

Manuel jamás se imaginó que una tarde lluviosa lo visitaría Cupido, quien con su poderosa flecha, atravesó su corazón al momento de visitar a su primo, Domingo Guédez, propietario de una bomba de gasolina situada en la carretera hacia Yaritagua, en el sector denominado El Carabalí.

Allí, en la tiendita de la gasolinera, Clara Aurora “Lola” Díaz lo miró firmemente al momento de ser presentados por Carmencita, compañera sentimental de Guédez. Más tarde, y cuando ya había nacido Anaida Pastora, Manuel le propuso matrimonio, acto que se consumó en noviembre de 1957.

Lola era natural de Baragua, (municipio Urdaneta del estado Lara), en donde nació el 14 de octubre del año 14. Fue una mujer virtuosa. Madre abnegada y esposa incondicional, que hizo suyo el refrán “Detrás de cada gran hombre, hay una mujer excepcional”.

Cuando Lola juró amor eterno ante el juez, lo hizo una premisa inmemorial: acompañó a don Manuel hasta su último suspiro ocurrido en Cabudare el 20 de noviembre de 2002.

Clara Aurora «Lola» Díaz

Lola le sobrevivió varios años, y pese al involuntario olvido que le agobiaba, con cada ocaso evocaba a Manuel rememorando sus mejores momentos junto a sus nietos Manuel Alejandro, Ana Daniela, María Fernanda Corado Gómez y Luis Daniel Perozo Colmenárez.

Su tiempo imborrable

Don Manuel José Gómez, aparte de fundador de haciendas y centrales azucareros, atesoró las crónicas del valle del Turbio como suyas, y su memoria excepcional le permitió narrar los acontecimientos más sonados, así como la cotidianidad y sus personajes.

Al final de su tiempo se le veía en los solitarios atardeceres de Santa Elena, caminar entre las blandidas espigas del cañamelar, acariciándolas con la mirada, como ofreciendo su gratitud por la vida plena, llena de aventuras y oportunidades, por la familia que formó y los amigos que cultivó.

Su ejemplo imborrable es una llamarada perpetua para quienes tuvimos el inmenso honor de tenerlo y conocerlo. Hasta siempre don Manuel Gómez. El Valle del Turbio rememorará para la eternidad tu tiempo y tus momentos.

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TW / IG @LuisPerozoPadua

 


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