De tanto incurrir en ellos, se hizo demasiado popular aquella noción táctica y estratégica de los “trapos rojos” de un régimen que aún desea impedir a toda costa que la población se enfoque en los problemas sustanciales, confundida por los más pueriles. En tiempos en los que todavía le faltaba por tapiar la libertad de prensa y de expresión, sin llegar a los actuales y escandalosos niveles de (auto)censura y bloqueo informativo, aprendió a tender las trampas de interés colectivo, desviándolo según le conviniere.

El Mundial de Fútbol en un país que, no faltaba más, ha dejado sentadas las diferencias con los valores y estilos de vida occidentales ha facilitado que los comentaristas de ocasión lo mienten cual recurso extraordinario de la propia usurpación venezolana. Y, como si jamás el país le hubiese interesado semejante torneo, un poco más e incurren en el desliz de asegurar que habría enviado recursos a Qatar para montar el espectáculo, retratado un presupuesto del terror exportable, generoso y malbaratable, justo en el nuevo ascenso de la voracidad de sus beneficiarios internos, dada las promesas lavanderas del auge comercial navideño, por precario que fuese.

Importante alarma ha generado, por estos días, la reaparición del tema comunal, imputándole al fútbol toda la responsabilidad: la usurpación –pueden asegurar– trabaja de noche en las leyes comunales, mientras de día nos ocupa con las inesperadas derrotas iniciales de Argentina y Alemania. E, igualmente, ideó una cierta polémica con pretensiones de escándalo respecto a un consabido certamen de belleza, centrado en el diferencial de la presunta votación del jurado y los resultados, obviando la naturaleza misma de un concurso que se poliedriza también con este régimen.

Luce notable que intuyamos cierto despliegue táctico de los elencos oficiales y oficiosos para constatar que el desempeño político no es todo lo lineal y maniqueo que solemos creer, pero la apelación misma al espectáculo nos releva de cualquier otra interrogante sobre el evidente retroceso  del balompié venezolano, o la excesiva banalidad que también cavó una fosa para traernos al presente y espectral siglo. Además, aunque hay mucho de maldad en ese despliegue adicionalmente estratégico, tendemos a sobredimensionar las capacidades inventivas del poder establecido al igual que del uso y abuso de los diferentes servicios del Estado que jura infaliblemente monopolizar.

El asunto nos permite recordar una vieja anécdota trastocada en moraleja, pues, ambos ya jubilados, el antiguo policía de fronteras le preguntó al no menos antiguo conductor qué era lo que contrabandeaba por muchos años, ya que millones de veces detuvo el camión para concluir que la siempre variada mercancía estaba en regla, sin que jamás le probase la comisión de un delito. El transportista, sonriendo, pareciendo mirar a la cámara como si de una película de Woody Allen se tratara, confiesa  con una estridente humildad: sólo contrabandeaba camiones.

Hay quienes  se alarman en los últimos días, porque el oficialismo ha reactivado dos proyectos (seudo)legales en torno a las ciudades comunales y el parlamento comunal, pareciendo no enterarse de que el Estado Comunal existe y lo padecemos desde que fracasó la reforma constitucional de 2007, a través de sendos instrumentos que le dan fundamento a esa expresión sobradamente interesada como es la del poder popular. Y se alborotarán de nuevo el reemplazo de la actual ley de educación superior, como si la universidad comunal no fuese un propósito real con el convenio colectivo que el régimen suscribió consigo mismo gracias al sindicalismo mercenario.

Lo peor es que, al reportar como novedad el asunto, perdemos todo lo que se ha dicho con antelación  en la materia habida cuenta que el chascarrillo tiende a imponerse por encima de la polémica sostenida, didáctica y fundada. Así las cosas, las maniobras son de autodistracción creyendo que el contrabando está en la mercancía.

@Luisbarraganj


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