Hace poco Nicolás Maduro rindió su informe ante el Parlamento nombrado a principios de diciembre, en medio de serias irregularidades que, obviamente, han socavado su legitimidad.  Se trató de un discurso que escondía o falseaba la situación del país, repleto de “verdades alternativas”, como se dice ahora, digno ejemplo de esta época, la de la posverdad. En suma, no dijo lo que debió decir acerca de la situación del país, al tiempo que dio pie a que se miren con justificadas dudas sus planes para su futuro próximo.

Un relato, así pues, que buscaba driblar la realidad dibujando una sociedad que pocos venezolanos pueden reconocer como la suya. Y que, encima, difiere abismalmente de la que revelan los estudios llevados a cabo por diversas organizaciones independientes, cuyas conclusiones dejan al aire la pobreza, la desigualdad, la violencia, el miedo, la desinstitucionalización, la incertidumbre, la censura, la violación persistente de los derechos humanos, el maniqueísmo político y, por último, aunque no de último, un autoritarismo creciente ante el cual el Estado de Derecho es solo una mueca. La libertad de los ciudadanos se achica progresivamente a través de diversos mecanismos, algunos de ellos aparentemente benévolos, y la represión se hace más descarada, verbigracia la reciente masacre ocurrida hace poco en La Vega.

Capitalismo salvaje

Así las cosas, imposible no recordar unas declaraciones dadas por el dirigente del PSUV Elías Jaua en las que indicó que nuestra sociedad vive dentro de un capitalismo salvaje (en modo bodegones, añado yo), afirmación insólita que apenas fue atenuada por el señalamiento de que tal perversión ideológica ocurría (cuándo no) por culpa de factores ajenos a la gestión gubernamental. E imposible, así mismo, no reflexionar sobre el modelo chino -con sus variantes y la distancia en cuanto al nivel alcanzado por el país asiático-, en donde el capitalismo es administrado por el Partido Comunista (siempre pienso en lo que diría Marx de esto).

En suma, se ensanchan las libertades económicas dentro del marco del absolutismo político.

Mandarriazos en las universidades

El sector educativo no escapa, por supuesto, del desmadre nacional. En todos los niveles se presenta un decrecimiento de la matrícula, deserción de educadores y deterioro de la infraestructura, lo que en última instancia atenta visiblemente contra la calidad y la cobertura de nuestra educación.

Por otro lado, las universidades venezolanas se han tenido que ver la cara con la violencia. El Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad de los Andes (ODH-ULA) contabilizó un total de 223 hechos delictivos cometidos contra 13 universidades del país entre marzo y diciembre de 2020. Las agresiones se manifiestan en robos, invasiones y otros actos de vandalismo, incluyendo la inexplicable destrucción, sin ton ni son, y a mandarriazos o incendiando, de instalaciones y equipos. Así mismo, durante los primeros 10 días de 2021, otros 10 ataques similares se perpetraron en 5 universidades públicas. Sobra indicar que las pérdidas ocasionadas no podrán ser reparadas, vista su disposición financiera desde hace bastantes años.

Lo insólito es que la mayoría de estos hechos permanecen impunes. Pero no solo eso, sino que no han merecido ni siquiera una declaración por parte del gobierno. Nadie puede ser acusado de mal pensado, entonces, si cree que a las autoridades no les importa mucho el tema del conocimiento.

¿Para qué sirven las ciencias sociales y humanas?

Por estos días, la única voz oficial que se escuchó con respecto a las universidades fue la del Ministerio del Poder Popular para la Educación Superior, anunciando que se congelaría la matrícula de las universidades privadas, decisión tomada sin que mediara ninguna consulta y todo sugiere que sin calibrar sus importantes consecuencias. Y para avisar, además, el cambio del menú de las carreras universitarias con el fin de que “respondan a las necesidades del país”, fundamentado en programas nuevos y sentando el fundamento de un modelo que contradice abiertamente los tiempos que corren.

En pocas palabras, y sin que aún se hayan hecho públicos, que uno sepa, los detalles de la propuesta, debe señalarse que, por lo que asoma, dicho modelo ignora a las ciencias sociales y humanas (punto de vista compartido, dicho sea de paso, por Bolsonaro, el derechista presidente brasileño) y pasa por alto la emergencia de un modelo de producción de conocimientos y de docencia que reside cada vez más en los enfoques interdisciplinarios y transdisciplinarios, con transferencia de saberes y competencias de un área a otra a fin de abordar problemas según una lógica que implica la integración de las ciencias naturales, las ciencias sociales y las ciencias humanas, entre ellas y dentro de ellas.  Se trata, en fin, de un enfoque sistémico, basado en la premisa de que el conocimiento sobre la realidad es siempre incompleto y que asume el tratamiento de los temas y los problemas en términos de sus interconexiones, de las relaciones con su contexto, apartándose de esquemas estáticos, aislacionistas, reduccionistas y simples en los que no hay lugar para la interdependencia y la velocidad que caracterizan hoy en día los procesos de creación y transmisión de conocimientos.

Dicen los exrectores de la ULA

En una importante comunicación pública cuatro exrectores de la Universidad de los Andes (ULA) opinan que la propia universidad no ha sabido encarar la grave situación en la que se encuentran. En uno de sus párrafos se afirma lo siguiente: “Reconozcamos, de una vez, que los universitarios hemos incurrido en la omisión de asumir integralmente el mandato que subyace en el texto de la norma suprema que elevó al rango constitucional la consagración del principio de autonomía universitaria y que el examen de los grandes problemas, a partir de las dificultades, debe comenzar cuanto antes”. Con sus variaciones, esta declaración es válida, en el marco de sus particularidades, para todas las universidades públicas.

En conclusión, y haciéndome eco del mensaje anterior, nuestras universidades deben asumir, más allá de las trabas que se le interponen, la tarea de su transformación a toda costa, con el propósito de sintonizar con la complejidad propia de este siglo XXI que, se dice, está revelando el despertar de una nueva civilización.


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