Tengo un reloj que se para, siempre que tú de mí te separas” (Estopa)

Anoche hubo tormenta, por fin. Nos libramos del calor de agosto durante un rato. El tiempo nos dio ayer un respiro a quienes echábamos de menos el aire fresco, la lluvia y las voces de los pájaros. Volvió la alegría a los árboles del vecindario. Vivo la pesadilla del 2020 unas veces como penitente que camina por las calles de la ciudad con la boca tapada, otras cautivo en casa. Vivo despacio, sin prisa. Lo intento.

Me quedo sentado en la arena de la playa como el artista adolescente leyendo un libro y, de vez en cuando, levanto la vista para mirar a la gente que pasa a mi lado. Un pequeño grupo de chavales se hace notar con sus risas y gritos. La pareja enamorada sonríe a la pantalla de su celular mientras se apresuran tanto él como ella a contestar al último whatsapp con cuatro dedos. Giro la cabeza a la izquierda para ver a una mujer morena de edad mediana que lee en voz alta a su hija pequeña. Ella la escucha asombrada.

Vuelvo al libro, pero el smartphone me avisa que tengo mensajes entrantes y no me resisto a abrirlos. Un amigo comparte el titular de una noticia de hemeroteca: “Los jóvenes empiezan a fumar antes de los 14 años” (El Periódico, 9.10.2017) Mi amigo sabe que los exfumadores entendemos bien el mal de las adicciones que hemos dejado atrás. Por desgracia, la juventud parece tener prisa por vivir lo que le puede tocar vivir más tarde.

Estamos inmersos en una sociedad acelerada, desmedida y eléctrica que tendrá que aprender a disfrutar o sufrir esta vida con calma y evitar los ritmos a destiempo como el canto del gallo que me despierta todas las mañanas a deshora, ya sean las 3:00, las 4:00 o las 6:00 de la madrugada.


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