Hace unos días fue elegido Javier Milei como presidente de Argentina. Se trata de un personaje algo pintoresco, según un calificativo que resume otros más crudos que, tanto tirios como troyanos, emplean para describirlo. Le tocará gobernar un país abollado por una severa y larga crisis, que ha afectado en particular a los sectores más jóvenes de la población.

Propone gobernar a partir de un paquete de medidas que incluyen la dolarización paulatina de la economía argentina, la reducción del Estado, la eliminación del Banco Central, la privatización de empresas públicas, el fin de las indemnizaciones laborales por despido, la desregulación de la tenencia de armas y la militarización de las cárceles, inspiradas todas, según se explican,  en un concepto “liberal libertario” de la política, posición que se opone a los derechos sociales porque “…suponen una forma de coacción del Estado contra las personas y, por lo tanto, una amenaza contra la libertad individual”, asemejándose en este sentido a Donald Trump y a Jair Bolsonaro. El periodista Martín Caparrós sostiene que “Milei legitima la hiperindividualidad”.

En términos más particulares cabe destacar que la campaña de Milei ha criticado fuertemente el gasto educativo y científico en disciplinas “inútiles”, como las ciencias sociales y las humanidades y, según resulta fácil de sospechar, con más fuerza aún ha reprochado el ambientalismo, considerado un producto asociado a ideas marxistas y señalando en varias ocasiones que “las empresas pueden contaminar un río todo lo que quieran”.

En medio de mi dificultad para entender la situación derivada del proceso comicial, acudí a un amigo argentino, politólogo, quien empezó diciendo que la clave para entender no se encuentra en la división entre democracia y autoritarismo, como quiso presentarla el actual gobierno, sino en lo que calificó presumidamente como el “principio del cambio”. La población está cansada y votó por el cambio sin tener en cuenta las posibles consecuencias negativas, el voto fue un salto al vacío. No se trató de una contienda ideológica, me resumió. El triunfo de Milei se debió al fracaso de la élite política que ha gobernado el país durante 20 años. Debe calibrarse como una reacción frente al “establishment”, no como una disputa entre derecha e izquierda, al igual, por cierto, de lo que se está observando en América Latina.

La población argentina echa de menos la época -hablamos de hace varias décadas atrás-, en la que era considerada un gran país, ubicado muy por encima del promedio latinoamericano. Teniendo en cuenta su parentesco político con Trump, en el que insistía mi amigo, probablemente la apuesta más importante del presidente Milei sea “Make Argentina Great Again”, lo que por supuesto no significa nada para enfrentar estos tiempos tan complejos que soplan en el siglo XXI.

Harina de otro costal

Visto en sí mismo, pudiera decirse que fue un incidente desagradable y antipático que justifica cierta dosis de arrechera, pero no más y perdóneseme la palabra, no se me ocurre un buen sinónimo.  Sin embargo, ubicado dentro de contexto dentro del que transcurre la vida humana hoy en día, el acontecimiento no puede pasar por debajo de la mesa.

Aun quienes no tienen mayor interés en el deporte saben que hace pocos días la selección venezolana de fútbol viajó a Lima con el fin de disputar un partido contra el equipo peruano, establecido dentro de las Eliminatorias Sudamericanas que se están realizando con miras a determinar los países que clasificarán para el Campeonato Mundial del año 2026.

Lo saben, digo, porque las noticias más divulgadas se originaron fuera de la cancha. En efecto, como se sabe, desde su llegada al aeropuerto y durante su viaje al hotel donde serían alojados los jugadores, abundaron las manifestaciones de rechazo y burla por parte de algunos grupos, cuyo objeto no era solo el equipo de fútbol, sino que incluían a una buena cantidad de fanáticos venezolanos, reunidos con motivo de la llegada de la Vinotinto.

En la noche del día siguiente, en el estadio en donde se llevaría a cabo el juego, se repitieron las acciones hostiles, de acuerdo con un variado repertorio que incluyó entre otras cosas la solicitud de identificación de los venezolanos con el fin de verificar si eran migrantes legales, parte de una “política” evidente de enemistad, por decirlo discretamente, puesta de manifiesto en varias formas y que continuó al día siguiente cuando el avión en el que debería regresar el equipo a Venezuela, debió quedarse alrededor de cinco horas en el aeropuerto porque, según se ha llegado a presumir, algunas autoridades locales dificultaron arbitrariamente que se recargara del combustible necesario para hacer el viaje de  regreso. Como residuo quedó la polémica entre las cancillerías y las federaciones de fútbol de ambas naciones y las interrogantes acerca de las medidas que se tomarán con respecto a lo que ocurrió.

Las líneas anteriores parecen dar cuenta de una anécdota desagradable, pero anécdota al fin, que carece de la importancia para ser referida en estas páginas. Sin embargo, lo grave es que muestra un episodio que se ha ido generalizando en estos tiempos, victimizando de una u otra manera a cerca de millón y medio de migrantes venezolanos que viven en Perú y dibujando el mundo en el que estamos viviendo actualmente.

Como se sabe, aproximadamente 300 millones de personas (entre ellos casi 7 millones de venezolanos) viven fuera de su país y muchas más siguen intentando irse, atravesando rutas llenas de riesgos y dificultades inimaginables. Se van a otro lugar, más bien huyen, con la idea de que en cualquier otra parte se encontrarán mejor, a sabiendas, no obstante, de que muy probablemente se estén exponiendo a un rechazo que va en aumento en todas partes. Se advierte, así pues, que los flujos migratorios irregulares representan una de las amenazas más graves y complejas, corolario de la precariedad que envuelve la vida de amplios sectores de la población mundial, en medio de una creciente desigualdad, aunado a otros factores que, desde luego, también forman parte del rompecabezas y que se traducen en el odio y el desprecio a los migrantes, percibidos como distintos y convertidos en una carga para sociedades receptoras.

Nos encontramos ante una ola migratoria que impacta al mundo entero, creando nuevas contradicciones y conflictos y obligando a repensar las nociones de soberanía y ciudadanía, a crear nuevas formas de identidad, a concebir otro esquema institucional con el fin de reglamentar las relaciones internacionales y hacer más efectiva la gobernabilidad del planeta.

Dicho de otra manera, se trata de asumirnos como una comunidad global y aprender a convivir a partir de nuestras diferencias. O, como seguramente preferiría decir un biólogo tratar de que los terrícolas nos aceptemos como especie.

Vistas así las cosas, lo sucedido Perú es bastante más que un episodio.


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